IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

El hada

María Eugenia Barcia, 14 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

La criatura plegó las alas silenciosamente y salió de la cabaña, que era su hogar.

Aunque el sol aún no había salido, sus primeros rayos teñían el cielo de un tono rosado. Asegurándose de que no había nadie que pudiera descubrirla, el hada echó a correr, internándose en el frondoso bosque. Aún con las alas plegadas, sus pies parecían no tocar el suelo, húmedo a causa del rocío de la mañana. Sin dejar su carrera, alargó un brazo y, con sus finos dedos, rozó los troncos de los árboles, rogándoles que no advirtieran a las demás criaturas de lo que estaba a punto de hacer.

Hacía tiempo que había amanecido cuando llegó a su destino, una laguna de aguas azules en las que no se distinguía el fondo. Ella sabía por qué.

Esperó en silencio, hasta que su instinto le advirtió de una ondulación que perturbaba la superficie calma de la laguna. Entonces abrió súbitamente las alas, dejando que los rayos de sol las traspasaran para formar figuras de colores en el agua.

Se acercó a la orilla, hasta que sus pies estuvieron completamente sumergidos. Se arrodilló y bebió. Se formó un remolino en el lugar donde sus alas habían coloreado el agua. El hada se incorporó con una sonrisa y, con las alas abiertas, avanzó sin miedo hasta situarse en medio del remolino. Allí el agua formaba paredes espumosas que aprisionaron al hada en una especie de capullo. La criatura se cubrió el cuerpo con los brazos, agachó la cabeza y se envolvió a sí misma con las alas, protegiéndose.

Alienai recordaba todo lo demás de manera borrosa. Solamente sabía que, tras aquel proceso, se despertó tendida en la cama de una habitación que no era la suya, muy lejos de su hogar. Se incorporó e intentó desplegar las alas para desperezarse, pero no pudo. Asustada, se palpó la espalda. Sus ojos se abrieron de par en par: ¡ya no tenía alas!. Se levantó como un resorte, pero cayó al colchón. Aturdida y confusa, se miró los pies. En lugar de sus largas piernas había una verdusca cola de pez. Asombrada, acarició las relucientes escamas que la recubrían y lo recordó todo: su huida de la colonia, su petición a los árboles de que no avisaran a nadie de adónde iba, su llegada a la laguna…

De repente, una voz dulce y aterciopelada tintineó en sus oídos:

-Buenos días, criatura.

Alienai se volvió. Desde la puerta de la habitación, una mujer le sonreía cálidamente. Iba ataviada con un vaporoso vestido dorado. Se acercó a ella y la ayudó a sentarse en la cama.

-¿Quién eres? –le preguntó Alienai, asustada.

-No necesitas saber mi nombre, de momento -contestó la mujer, sin dejar de sonreír. Alienai se dio cuenta de que tenía el pelo liso y verde-. Digamos que soy una amiga.

La mujer le recordó que el hada había tomado una decisión, tiempo atrás. Al conocer a la raza a la que pertenecía aquella ‘’amiga’’, Alienai había decidido convertirse en una de ellas. Nada la unía ya a su propia raza, la de las hadas.

-Tendrás que aprender muchas cosas, criatura. Todavía no sabes nadar. Además, necesitas aprender a transformarte a tu gusto, como yo- se señaló las piernas-. Por eso te hemos instalado aquí, en una habitación con aire.

-Bien -dijo Alienai, con una franca sonrisa-. ¿Cuándo empezamos?

La mujer sonrió.

-Antes debes cambiar de nombre.

La nueva sirena vaciló. Entre los feéricos, un nombre significaba tu esencia, tu vida y tus sueños, tu carácter y raza. Cambiarse el nombre significaba cortar para siempre el lazo que la unía a su antiguo hogar.

-Yo… -bajó la cabeza para que la mujer no viera la expresión de sus ojos-. No sé qué nombre elegir.

-Pues creo que tengo el nombre perfecto para ti. ¡Aaniel! En nuestro idioma significa ‘’independiente’’.