XIX Edición
Curso 2022 - 2023
El jardín
Ian Manuel Calleja
Liceo del Valle (Guadalajara, México)
–¿Me puedes compartir un poco de pan?
Esas fueron las palabras que un perrito le dijo a un niño, bajo la arcada de un puente, en una fría y lluviosa noche de noviembre.
El muchacho, fatigado y tembloroso, se quedó desconcentrado, aunque no le asustaba que un perro le dirigiera la palabra, ya que en la infancia todo parece posible. Así que partió su pan en dos, dio unas palmadas en el suelo junto al lugar en el que permanecía sentado, y le indicó:
–Ven acá.
El can se acercó con confianza y se echó a la izquierda del pequeño, que le acercó el pan.
–Muchas gracias –al hablar, movió la cola de lado a lado–. Eres muy amable.
Ambos cenaron lentamente, disfrutando de cada bocado como si aquella pobre torta se tratara de un manjar. En cuanto terminaron, permanecieron un rato en silencio en el que el niño observó con detenimiento a su nuevo acompañante. Lo había visto llegar desde la lluvia al vano del puente, pero el cachorro estaba completamente seco, a diferencia de él, quien al verse sorprendido por el aguacero y completamente empapado, halló refugio en aquel lugar.
–Jamás había conocido a un perro que hablara –le reconoció–. Es decir, a ningún animal que sepa hacerlo, a excepción de un viejo loro. Pero aquel pajarraco me asustaba cuando abría el pico.
–Conmigo no debes tener miedo –le tranquilizó el perro con una voz suave–. No he venido a asustarte –. Lo miró largamente con sus brillantes ojos negros–. Estoy aquí para que seas feliz.
El muchachito se quedó en silencio, con una expresión de tristeza.
<<¿Feliz?... Hace tiempo que no soy feliz>>, pensó.
─Lo sé ─contestó en voz baja a su pensamiento─. Sé que has pasado malos momentos, pero he venido para que nunca más estés triste. Soy tu amigo.
El niño abrazó al cachorro y se echó a llorar. Para serenarlo, el perrito le lamió gentilmente la cara y le borró el rastro de las lágrimas.
–Todo estará bien, confía ─le pidió.
–¿Me lo prometes? –preguntó el pequeño entre sollozos.
–Te lo prometo.
El muchachito logró tranquilizarse. Sentía frío y hambre, pero se le había disipado la tristeza del corazón. Todas sus angustias parecían evaporarse.
El perro sabía que el momento había llegado.
–Cierra los ojos y duérmete –le rogó con voz serena–. Despertaremos en mi casa; allí podremos jugar.
El niño se acurrucó con el animalito entre sus brazos, y se quedó dormido en un dulce sueño a que, por primera vez en mucho tiempo, no vinieron a atormentarle las pesadillas.
Le sorprendió un delicioso perfume y una agradable sensación de calor. Abrió los ojos y se encontró con que estaba en el más bello jardín que nadie pudiera imaginar, repleto de árboles y arbustos cuajados de flores. Se frotó los párpados, confundido, y de pronto, a lo lejos, vio a su amigo, que le llamaba zalamero mientras agitaba el rabo. Al ponerse en pie comprendió que, por primera vez, era completamente feliz.