IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

El olmo

Alberto Colino, 14 años

                  Colegio El Prado (Madrid)  

Todos los veranos, cuando volvía al pueblo de mis abuelos a pasar parte de mis vacaciones, subía con mis amigos a jugar y a dar largos paseos por la colina, junto al Duero, que estaba poblada de chopos y olmos siempre frondosos, en los que se refugiaban y hacían sus nidos bandadas de gorriones que, al anochecer, organizaban un concierto estrepitoso con sus peleas por encontrar la rama adecuada para pasar la noche. Muchas veces les hacíamos callar con nuestros tirachinas, pero enseguida volvían a su piar, hasta que con los últimos rayos de sol se pacificaban y dormían.

De todo el arbolado bajo el que organizábamos nuestros juegos, había un hermosísimo olmo que elegíamos siempre como testigo y protector de nuestras acampadas. Sobre su corteza, usando una pequeña navaja, todos los amigos habíamos ido grabando nuestro nombre, la fecha y, mediante una pequeña señal, lo que íbamos creciendo de un año a otro.

El pobre olmo, robusto y fuerte, resistía nuestros embates con la fortaleza de un coloso, como soportaba nuestras escaladas hacia su frondosa y verde copa. También montábamos columpios en sus ramas, que siempre nos protegían tanto del calor como de la lluvia, pues al ser tan tupidas evitaban que nos mojásemos cuando una tormenta nos sorprendía en mitad del campo.

Una tarde hubo una tempestad en la colina y tuvimos que refugiarnos en nuestras casas. La lluvia caía como un manto gris y el bosque, negro y sombrío, sólo se iluminaba de vez en cuando con la luz de un relámpago. El estallido de los truenos nos tenía asustados, sin atrevernos a mirar por la ventana. Un estruendo hizo que me tapara instintivamente los oídos. Corrí a refugiarme en mi habitación.

-Ha sido un rayo que ha debido caer no muy lejos del pueblo- dijo mi madre.

Al día siguiente fuimos a la colina para ver los efectos de la tormenta. Descubrimos con tristeza nuestro querido olmo, al que el rayo había partido por la mitad. Qué tristeza, pues era el mejor ejemplar, el más fuerte y parecía poderoso e imbatible ante cualquier ataque.

A lo largo del verano sus ramas se fueron secando. Su tronco se hizo colonia de hormigas y arañas, que tejían sus enmarañadas telas en donde antes estuvo su corazón.

-¡Pobre olmo! –pensé-. Cuando regrese el próximo verano, ya no estará aquí. Habrán usado su tronco para leña y los mejores recuerdos de nuestra infancia desaparecerán con él.

Cuando al siguiente verano regresé al pueblo, mis amigos y yo nos reunimos en la plaza del pueblo para contarnos los acontecimientos y experiencias del último curso y hacer planes para las vacaciones que íbamos a pasar juntos. Por la tarde fuimos a merendar a la colina y nos dirigimos a nuestro rincón favorito. Me acerqué hacia el olmo amigo y mi sorpresa fue mayúscula cuando vi que de entre su reseco tronco, habían brotado unas ramas pequeñas, tiernas y lustrosas, demostrando que seguía albergando vida. Quién sabía si con el tiempo volvería a surgir otro árbol de su corazón, una copia de aquel famoso ejemplar que fue y que volvería a ser testigo mudo de los juegos y risas de otros niños, que como nosotros, buscarían su protección.

Ante aquel pequeño milagro, pensé que el olmo se erguía en símbolo de fortaleza y esperanza, las mismas que han de resurgir en nuestros corazones para vencer las dificultades y los avatares que se nos presentes a lo largo de la vida.