IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

El piano de Jane

Patricia de la Fuente, 16 años

                 Colegio Alborada (Madrid)  

Han pasado muchos años y, sin embargo, todavía recuerdo con anhelo los meses que pasé en Castle Combe. Fueron los mejores de mi vida.

Llegué allí procedente de Londres, tras un largo viaje en tren. Durante el trayecto pude observar la naturaleza por la ventanilla de mi compartimento. Aunque la gente del país me pareció ruda y arrogante, lo cierto es que me trataron correctamente en todos los hostales en los que me hospedé durante aquellos días.

Castle Combe es una idílica villa situada al este de Bristol. Cuando llegué, sus vecinos me acogieron a la callada… El camino hacia la casa ascendía a lo largo de un paseo custodiado por árboles teñidos de dorado y elegantes casas de piedra. Llegué a un viejo edificio que daba la impresión de albergar un fantasma de dolorosos recuerdos enredados en el ovillo de su sábana. Llamé a la puerta y apareció un señor de pelo gris.

-¿Señorita Viana? -percibí cierto retintín en su voz.

-La misma… -intenté aparentar un espíritu relajado y optimista.

Tras él apareció una niña escuálida, con el cabello rubio ceniza peinado hacia atrás y adornado con una cinta de color malva. Vestía a la última moda y mostraba una expresión que había visto solo en dos ocasiones.

La niña era una preciosidad. Cuando abrió sus bonitos ojos verdes pude comprobar que estaban vidriosos: era ciega. Me quedé desolada, ya que su madre sólo me había comunicado por carta que era muda. Salvo a mi abuelo y a un moribundo, nunca había visto a una persona ciega. El encuentro y la cercanía con esas personas hundidas en el dolor, me hizo saber hacia dónde dirigir mi vida, a qué causa entregarme. Por eso estaba allí.

Antes de empezar a relatar mis episodios junto a aquella familia, debo decir que entre mis pasiones se encuentra el piano y que, cuando adquirí suficiente confianza con ellos, me permitieron interpretar en el viejo instrumento que tenían en el salón. Lo que no me esperaba fue la reacción de la niña al oír las melodías que yo interpretaba: comenzó a tirar los objetos de decoración por el suelo y de manera compulsiva. Al tocar un acorde menor, la niña se llevó las manos a los oídos y comenzó a gemir y a emitir sonidos guturales. Me quedé consternada y no pude por menos que comunicárselo a sus padres que, a pesar de todo, no tomaron ninguna medida. No sabía por qué la niña se había puesto así, lo ignoraba. Sin embargo, algo me indicó que en ese momento no estaba enfadada, era como si hubiese querido apartar de ella malos recuerdos.

Un día bajaba las escaleras principales, enfrascada en uno de mis libros, cuando escuché el piano. Los señores no estaban en casa y me sorprendí pensando que, quizás, fuera el mayordomo o la criada. Me asomé por la puerta y la vi. Sus manos y sus dedos se movían de manera artística sobre el teclado, produciendo una melodía que me heló la sangre. No era perfecta, pero me estremecí al oírla, tal vez porque la oía de manos de una invidente y no alcanzaba a comprender… Fue entonces cuando comencé a sospechar que no era ciega de nacimiento. Se lo pregunté, pero salió corriendo. Estaba segura de que si recibiera clases de piano lograría grandes progresos.

Semana tras semana, fui consiguiendo que la niña se acercara más a mí (desde que me oyó tocar el instrumento, me trataba con gran desconfianza).

Le fui cogiendo cariño a Jane. Aunque se mostraba algo distante, se quedaba en la puerta a escucharme interpretar. Algo en su comportamiento atestiguaba un secreto de su pasado que sus padres ocultaban. Y es que escuchaba con gran afán y se retorcía las manitas mirando la nada. No lloraba nunca… Se limitaba únicamente a palpar la superficie del piano.

A los pocos meses de que se me ocurriera la idea, hablé con su padre para explicarle que tenía aptitudes para el piano. Me dijo que jamás se sentaría al teclado mientras él viviera. Selló el salón y ni siquiera dejó que yo volviera a tocar. La madre de Jane, por el contrario, en secreto me dio permiso para dar clases a su hija cuando su padre estuviera de viaje.

Tenía grandes esperanzas de que la niña aprendiese a expresarse por medio de la música, aunque ni viese ni hablase. Aquel era su don, así que creé un sistema de acordes que se asociaran con sus sentimientos. Gracias a su sensibilidad, logró transmitirme todo lo que quería decir y no tardé mucho en poner aquella idea en práctica.

Al principio Jane se cogió una rabieta, pero cerré la puerta del salón y permaneció allí hasta que logró tranquilizarse, lo que conseguí con el sonido de un acorde mayor. Aunque se resistió un poco, no tardó en aprenderse la escala con la mano derecha. Sus dedos se deslizaban milagrosamente por el teclado.

Dos meses más tarde era capaz de tocar tres piezas con la mano derecha y otra con las dos, esta última más sencilla. Mi mundo se había tornado perfecto: el sueño de ser profesora, cumplido; mi alumna, espléndida. Pero siempre precede la calma a la tempestad, así que un día se volvió a dejar llevar por una rabieta. Llegué a pensar que, aparte de estar mimada, tenía algún trastorno mental.

A pesar de todo, seguí con mis lecciones. No me iba a rendir tan fácilmente. Esta decisión me costó muchos disgustos, ya que un día la niña llegó a tirarme las partituras por la ventana. Lo que más me sorprendió fue la actitud pasiva de su madre, que no dijo ni hizo nada. Me encontré al borde de la locura, pero recobré la calma cuando encontré en mi cómoda una nota. Estaba minuciosamente doblada, pero la letra que apareció ante mí era insegura, temblorosa, la de una niña que había aprendido a escribir antes de quedarse ciega.

“Querida señorita Viana, siento mucho haberle hecho daño. Me gustan sus clases y el piano, y estoy segura de que usted es muy hermosa. La quiere, Jane”.

Se me saltaron las lágrimas.

Jane realizó grandes progresos. Era una auténtica niña prodigio. Los sentimientos que transmitían sus melodías no pueden expresarse con palabras. Me sentía recompensada, pues había experimentado un cambio radical desde que la oí tocar por primera vez. Prueba de su cambio me la dio su reacción al saber que no podría volver a sentarse al piano cuando su padre volviera. En lugar de sofocarse, me abrazó como queriendo decirme que mi presencia le bastaba.

Y así pasó el tiempo, hasta que tuve que abandonar Inglaterra para volver con mi familia. Entonces me vi obligada a despedirme de Jane. Esperaba habérmela encontrado en el andén para decirme adiós, pero no fue. Me sentí descorazonada. Sin embargo, al sentarme en el tren, abrí mi cuaderno de partituras para encontrar un sobre que decía: “Para mi querida señorita Viana, de Jane”. En el interior había una fotografía en la que ella aparecía abrazándome.