XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

El poder de los muertos

Carmen Morote, 14 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)    

Me desperté al alba, a causa del llanto de un niño. La ciudad comenzaba a despertarse mientras los primeros rayos de luz se divisaban en el horizonte.

Tras la crisis del final del siglo XXIV, que asoló a todo el país, la mayoría de los habitantes de Sevilla abandonaron la ciudad hacia la capital de España, en busca de oportunidades. La población sevillana se redujo; solo quedaron ancianos, adultos desvalidos y niños. Cada día era un reto de supervivencia. Cada muerte, un nuevo vacío.

Me costaba hacerme a la idea de que hubo un tiempo en el que Sevilla ardía de esplendor: la gente caminaba feliz por las calles, orgullosa de su barrio, de la urbe entera. ¿Quién diría que esta ciudad tan bella acabaría reducida a escombros? Pero volviendo a aquella mañana…

Lucía y yo teníamos como encargo el cuidado del barrio del centro, uno de los más pobres y descuidados, en donde vivíamos los niños y los jóvenes a los que sus padres habían dejado atrás. Aún se erguía, imponente, la catedral, como una joya abandonada, cerrada a cal y canto. Según Lucía, las almas de los desesperados se encontraban detrás de sus portones. Ese era el motivo por el que nos manteníamos a distancia de aquel edificio tan bello.

Fuertes vientos provenientes del norte trajeron nubes grisáceas que terminaron por cubrir el cielo, dejando la ciudad en penumbra. Sentí el presentimiento de que algo sorprendente estaba a punto de ocurrir.

De repente las nubes se rasgaron para dejar pasar a los rayos de sol, que pintaron las fachadas con colores nuevos. Pero se levantó una corriente de viento diferente a la que solía azotarnos, pues era fresca y suave.

Se abrieron las puertas de la catedral, sin apenas producir ruido en sus goznes, y comenzaron a salir cientos de personas. Me llamaron la atención sus movimientos al unísono, su caminar levitando, apenas sin tocar el suelo. Su piel era pálida e inexpresiva su mirada. Me di cuenta de que carecían de vida. Sin embargo, reconocí los estandartes que portaban algunos de ellos: el de Colón, el de los reyes Alfonso X y Fernando III, aunque la mayor parte de ellos eran muertos anónimos. Se plantaron ante nosotros, jóvenes y niños, para ordenarnos que les siguiéramos.

Caminamos tras ellos, preguntándonos a dónde nos llevarían. Surcaron los límites del centro y, tras unos minutos de camino, se detuvieron frente a una torre que se encontraba junto a la ribera de lo que antes fue el cauce de un río. Ellos nos dijeron que aquel baluarte se llamaba la Torre del Oro. Acto seguido avanzamos por el dédalo de Santa Cruz y nos hicieron regresar a la Catedral. Entraron y se cerraron los portones. Nunca más volvimos a saber de ellos.

Aquel paseo nos hizo descubrir viejas joyas de la urbe. A partir del día siguiente, con un rayo de esperanza y optimismo, comenzamos a trabajar para que Sevilla volviera por los fueros de su historia.