XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

El regalo de Ana

María Babot, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)    

Ana nunca había estado tan feliz. Se lo debía todo a ese hombre. Un hombre sin nombre pero con rostro. Cada vez que se cruzaban, les sonreía y ponía unas monedas en su vaso de plástico. Su madre le devolvía la sonrisa y susurraba un «gracias» cargado de emociones.

Ana y su madre no tenían casa, pero sí un hogar. El hogar de Ana era su madre, y el de su madre era Ana. Dormían en cualquier sitio que encontraran, cubiertas con mantas y chaquetones. Desayunaban y cenaban en comedores sociales, junto a vagabundos que vivían en la misma situación y voluntarios que les preparaban la comida y se la servían. Ana y su madre carecían de todo, pero se tenían la una a la otra.

Un día de invierno un hombre de traje y corbata se detuvo frente a ellas y depositó unas monedas en su vaso. Ana, que había estado durmiendo, se despertó con el tintinear de las monedas. Miró al hombre e inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. A partir de entonces, todos los días aquel señor depositaba la misma cantidad.

Se acercaba el cumpleaños de Ana. Ella esperaba con ansia la chocolatina que su madre tenía por costumbre regalarle para celebrarlo, aunque Ana sabía que su mejor regalo era la caridad de aquel hombre.

La mañana de su aniversario, Ana se sentía feliz. Su madre le había regalado la chocolatina. Por la tarde apareció el hombre trajeado. Ana todavía jugaba con el envoltorio del dulce. El señor depositó un papel en el vaso y se alejó, no sin antes contemplar la expresión de Ana y de su madre al ver el contenido del papel.

Ana había aprendido a leer hacía poco, en comparación con los niños que iban a la escuela, pero entendió el contenido del papel. Nunca supo si se trataba de una simple coincidencia, porque como regalo aquel hombre les había dejado una propuesta de trabajo.