XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

El ruido de las bombas 

Raquel Giménez Fernández, 15 años

Colegio La Vall (Barcelona)

Nina apretó los dientes. El sonido de las bombas le hacía temblar. El ejército alemán bombardeaba Londres desde hacía diez días. Diez días desde que Nina se encontraba en el oscuro refugio antiaéreo. Diez días que le parecían una eternidad. 

Se acurrucó contra la pared y tensó el cuerpo. Cayó otra bomba, esta vez un poco más cerca, provocando que del techo callera una nube de polvo. Estaba rodeada de gente a la que no conocía, familias enteras de distintos barrios de la ciudad. 

Inspiró profundamente, intentando apartar una sensación de asfixia. 

La mayoría de aquellas personas no se quedaban a dormir durante la noche, dada la insalubridad del refugio, que carecía de baños y ventilación. Lo hacían en sus casas, para volver al refugio en cuanto sonaba la sirena de alerta. Ella no podía hacer lo mismo porque no tenía una casa a la que volver. 

Una mujer empezó a gritar, aterrorizada. Nina intentó taparse los oídos, pero no tenía espacio para mover los brazos. Anhelaba volver a su hogar, a su antigua vida, junto a su madre y su padre. 

Notó la respiración temblorosa del hombre que tenía al lado. 

Echaba de menos el olor de su habitación y los muebles, de los que se quejaba a su madre, pues decía que se habían quedado infantiles para una niña de once años. En aquel momento deseaba volver a los muebles infantiles de su pequeño cuarto. 

Se oyó otro estruendo, algo más lejano. 

Lo que más añoraba era la música. El sonido del piano del salón, que llenaba las tardes de verano, y las canciones que su madre entonaba con la fina voz de un ruiseñor y que ella se esforzaba en seguir, desafinando, hasta que lograba coger la nota adecuada. Nina rememoraba a menudo sus primeras clases de canto y las horas de ensayo en el coro del colegio. 

Los recuerdos la embargaron y por un momento se perdió en ellos, mas aquella sensaciones no tardaron en apagarse al darse cuenta de que la música desapareció cuando desaparecieron sus padres. Desde entonces, en su corazón solo quedaba el silencio vacío de unas notas mudas.

Otra explosión la sacó de su ensimismamiento. La sirena estridente rompía el aire de la calle. 

Nina reprimió las lágrimas. Su música no parecía tener cabida en aquel lugar de sufrimiento. Intentó parar el temblor que le recorría el cuerpo. Estaba harta de pasar miedo, de no tener un momento de respiro, de encontrarse siempre en tensión. Estaba harta del ruido, de no escuchar un sonido bello sino voces horribles que aventuraban el horror que le aguardaba fuera del refugio.  Quería luchar contra la ola de desesperación que la embargaba, pero no tenía una espada. Miró alrededor con desánimo y carraspeó; tenía la garganta seca. Hacía diez días que apenas salía una palabra de ella. Palabras, voz, melodía… 

Cerró los ojos súbitamente. Había encontrado con qué luchar. Pese a que no era una espada sino un puñal endeble, lo agarró con todas sus fuerzas y, con voz insegura, se arrancó a cantar una nana que le había enseñado su madre. El hombre que tenía al lado se giró, sorprendido. Ella, ignorándolo, alzó un poco más la voz. Una mujer la miraba con incredulidad, pero continuó cantando, impertérrita. Fue subiendo la potencia de sus pulmones, de sus cuerdas vocales, del chorro invisible que salía por su boca. La confusión crecía en el refugio. 

Ignorando la reacción de los demás, Nina prosiguió con la nana, sacando coraje de donde creía que no guardaba nada, hasta acabar cantando a pleno pulmón, en un éxtasis frenético. 

Todos la escuchaban ensimismados. Por un momento, los bombardeos desaparecieron bajo la interpretación de la adolescente, que era como el madero al que se aferra un náufrago, una promesa de que volverían tiempos mejores. 

Cuando terminó, al contemplar los ojos de su público, supo que había conseguido acallar el ruido de las bombas.