XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

El último

José María Rocas, 15 años

                  Liceo del Valle (Guadalajara, México)    

Nunca me hubiese imaginado que llegaría a ser el último ser humano sobre la Tierra. En todo caso, para dejar un testimonio final, he decidido ponerme a escribir.

Hace unos meses un meteorito impactó contra el mar. Los científicos tardaron en darse cuenta de que había traído bacterias de otro planeta. Esos microorganismos hicieron que todas las madres gestantes perdieran a sus hijos, sin que los médicos hallaran una cura.

Como dije antes, yo soy el último de todos los hombres porque fui, probablemente, de los últimos en nacer antes de que aquella fatídica roca espacial acabara con todo. Antes veían la luz cuatro bebés por segundo. Sin embargo, nunca he conocido a nadie más joven que yo.

A lo largo de mi existencia, la humanidad ha vivido en el pánico y la desesperación. Nosotros, los pequeños, nos convertimos en el «recurso» más valioso del planeta. Algunos murieron a causa de experimentos para tratar de encontrar una cura. Mientras tanto, los gobiernos filtraban informes de «avances» y «progresos» en la investigación, para que la población siguiera en sus asuntos, sin preocuparse por el desolador futuro. Pero una farsa no puede durar mucho tiempo.

Millones de personas dejaron de trabajar. No encontraban nada por lo que seguir luchando. «Qué extraña forma de actuar», pensaba yo, pues sus vidas seguían su curso natural. Consideré que usaban el desastre como excusa. Pero cuando la realidad me golpeó al darme cuenta de que no iba a venir nadie después de mí, comprendí aquel modo de pensar. Después de todo, ¿quién no busca ser recordado, trascender el día a día?

La humanidad acabó por aceptar su terrible destino y comenzó el caos. Se perdieron los principios morales y la ética, porque ya nada importaba. Los gobiernos decidieron lanzar programas para arrancar la esperanza. ¡Qué ironía! El hombre se sometía a ese castigo por propia voluntad.

No tuvieron en cuenta que los humanos estamos destinados a la grandeza. Por eso comenzaron a cambiar las cosas después de siete años de desenfreno. La humanidad se unió por primera vez en toda la Historia por un mismo fin: trascender. Esa fue nuestra meta. Sí, todos íbamos a morir. ¿Y qué?... Al menos debíamos asegurarnos de que la grandeza del hombre haga eco por los confines del universo. Y aunque todos hacíamos lo posible por cooperar, la población envejecía sin reemplazo.

Tratamos de encontrar una cura, pero no lo logramos. Entonces llegamos a la conclusión de que si no podíamos nacer, tampoco debíamos morir. Utilizamos las cámaras criogénicas, que no nos hacían inmortales, pero nos congelaban en el tiempo, probablemente para siempre.

De ahí surgió el programa SPES, cuyo objetivo era enviar un satélite que orbitara alrededor del sol. En él se refugiarían tres hombres y tres mujeres congelados en las cámaras criogénicas. El satélite iba a ser controlado por robots y transmitiría una señal de radio en todas las frecuencias conocidas, por si algún ser inteligente, en algún lugar del espacio, pudiera encontrarles.

Todos queríamos formar parte de aquella tripulación espacial, pero se decidió que fueran jóvenes de una salud probada. Como yo.

Nunca olvidaré el día que dejamos la Tierra. Tampoco el momento en el que congelé a mis compañeros. Jamás pensé en esta soledad de cincuenta años, en la que no he podido hablar con nadie. Después de todo, es el motivo por el que me he puesto a escribir. No lo hice antes porque me abrumaba la nostalgia. Sin embargo, ahora que llego a los últimos compases de mi vida, no puedo dejar que tales sentimientos me detengan.