IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

El valor de la vida

Mercè Alonso Juan-Muns, 14 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

Una luz cegadora apareció entre la muchedumbre. Los alaridos de la gente se desvanecían mientras mi conocimiento se escapaba, como la arena entre las manos.

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Un chico de ojos verdes, no más alto que yo, intentaba esconder unos papeles sospechosos bajo su chupa de cuero. No parecía muy listo, pero era astuto, algo que a mí no me gustaba. Debía guardar mi identidad, algo muy difícil en mi trabajo.

¿Qué estaría tramando aquel chaval de mirada profunda? Esa era mi labor; averiguar qué se traía entre las manos. Mejor dicho, esconderme de sus planes.

¿Me estaría viendo en aquellos instantes? Parecía inquieto, igual que yo, que detrás de aquel disfraz -poco convincente- de buena persona, me mordía las uñas. El disfraz era de médico, algo inusual en las calles pobres de la ciudad, y aunque aparentara salvar vidas, temía el poder de la enfermedad, que en un instante pasara de encontrarme bien a estar enfermo. Pero mis miedos no vienen al caso.

Sospechaba que aquel muchacho de apariencia normal hubiese desvelado mi identidad. Se acercaba a mí con un andar chulesco. Y es que se trataba de un policía de pies a cabeza, y me asustaba, porque aunque pareciera un adolescente estaba fornido.

¿Qué había hecho yo para que un grupo de policías me persiguiera? En realidad, lo sabía bien, y lo que más me atemorizaba era que no me creyeran. No era mi culpa; había caído en una trampa de la que era muy difícil salir. Fui testigo del asesinato de mi mejor amigo, y aquello me destrozaba, pues no pude hacer nada para evitarlo. Los sicarios me secuestraron y me obligaron a que me entregara a la policía para que ellos pudieran huir. Es decir, me mancharon las manos con algo que no había hecho.

Estaba muy cerca de mí: me había descubierto. Me cogió del brazo. Lancé un sonoro grito que hizo que aquel barrio tuviera algo con lo que entretenerse. Intentando dar explicaciones a los viandantes, me condujo hasta el final de aquella calle decorada con ``graffitis´´. Tomó su pistola, escondida en el pantalón, me apuntó a la cabeza y, sin querer oír mi verdad, me disparó en la cabeza.

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La pared blanca volvía, de manera lenta. Entreveía los rostros de mis padres, que me daban besos en la mejilla, que de manera dulce coreaban mi nombre.

La operación había salido con éxito.

Dicen que cuando te anestesian, comienzas a soñar. Pero mi sueño fue muy parecido a la realidad, sin policías ni asesinos.