IX Edición
Curso 2012 - 2013
En azul y verde me miraste
Alejandro Pérez Marcos, 15 años
Colegio El Prado (Madrid)
Doce setenta y cinco. El billete de diez viajes había vuelto a subir. A ese paso, me salía más rentable comprarme una moto. Y encima, el metro estaba a punto de marcharse…
Odio correr con la guitarra en la mano y con la mochila en la espalda. Me provocan una falta de coordinación en los movimientos que provoca que todo el mundo me mire. Si, me sentí incómodo, pero el tren estaba bufando y me separan del andén unos veinte escalones. Opté por la escalera tradicional, porque la mecánica estaba abarrotada. Salté los peldaños de tres en tres, para galopar hasta la segunda puerta del primer vagón. Siempre he preferido entrar al metro por el mismo sitio.
Me acomodé entre una señora gorda -de esas que se sientan con los brazos a modo de alerón y ocupan hasta tres plazas- y la típica universitaria hipnotizada con la música de sus cascos, de los que brotaba alguna canción de hace veinte años, y un libro entre las manos. En lo que duró el trayecto, no pasó de página. Coloqué la guitarra de pie, sujetándola por el asa. El tren empezó a moverse. Me incliné un poco y eché un vistazo hacia la izquierda. Era un gusano infinito, y un cóctel de culturas. Había una chica autista que gritaba porque quería salir, mientras su madre la sujetaba con cara de azaro. La joven quería ser libre, no pasar ni un segundo más en aquella caja de cereales que se movía a toda velocidad por debajo de los zapatos nuevos de Madrid. Y la entendí perfectamente.
En la primera estación no se bajaron muchos pasajeros, pero se subieron unos cuantos.
El metro puede ser el lugar más aburrido del mundo, pero si sabes verlo se convierte en el espectáculo más entretenido. Con imaginación, logras inventarte la vida de cada persona, desde el sombrero del empresario que tiene el coche en el taller y llega tarde a casa; a las medias rotas de la chica de la mirada risueña, que dibuja en el cristal el nombre de su amor. Mis preferidos son los pedigüeños del acordeón y una voz acostumbrada al público: son los héroes de la serpiente subterránea.
En todo caso, llevaba unas cuatro estaciones sentado en la butaca azul y gris. La señora gorda ya se había ido y la universitaria echaba más cuenta a mis partituras que a su libro. No le di mucha importancia. Es más, me sentía alagado de que alguien más que yo supiera leer música.
Al fin nos detuvimos en Chamartín. Coincidimos con otro convoy en la misma parada. Por un instante me fijé en el vagón que iba a partir en dirección contraria a la nuestra. No había mucha gente: una pareja de ancianos que, tal vez, se dirigían a las afueras de Madrid para visitar a sus nietos; un hombre desaliñado; una mujer acompañada por sus dos hijos; una chica morena… ¡Menuda chica! En los segundos que nuestras ventanas coincidieron, me fijé en sus ojos, uno azul y otro verde. Me miró. Era una mirada subyugante, perfecta, capaz de desarmar el vagón hasta el último de sus tornillos, que traspasó los cristales y se me clavó en el corazón. Entonces me fijé en la piel de su rostro, suave a la vista. ¡Nunca me había encontrado tanta perfección!
Me hubiera gustado decirle <<qué hace una chica como tú en un metro como éste>>, saber a dónde iba, pedirle que se viniera conmigo, confesarle que se me acababa de parar el corazón… No me di cuenta de que me había levantado, de que me encontraba en pie, con la frente pegada a la ventanilla, sin quitarle ojo… <<Cupido, no sabía que tu radar llegase tan abajo>>, mascullé. Tuve ganas de romper el cristal con el martillo rojo de seguridad para saltar a la vía y cambiar la dirección de mi viaje.
La magia se esfumó con el pitido del maquinista. <<¿Por qué te marchas…?>>
Dudé si lo había imaginado, si me encontraba envenenado por un sueño. Me dolía el pecho y el cristal estaba lleno de vaho. Con el dedo, temblando, pasé mi dedo índice para dibujar un corazón.