XIX Edición
Curso 2022 - 2023
En busca de un heredero
Javier Visiers, 14 años
Colegio El Prado (Madrid)
El percherón galopaba por el camino principal del valle. Avanzaba solo, sin arreos ni silla, como si algo le apremiara. Cerca de la parroquia del Alcanadre, un hombre trató de detenerlo, colocándose con los brazos abiertos en mitad de la carretera, pero el caballo ni siquiera cambió su paso, sino que saltó la cerca que había a su flanco derecho, para sobrepasar al agricultor y volver a brincar y continuar su viaje por la misma pista.
–Es la bestia de Pablo, el viejo de Izagaondoa –comentó una mujer que solía recorrer las aldeas del valle con una carreta repleta de hierbas medicinales. Sus vecinas asintieron mientras contemplaban al percherón, que tomó la curva por la que el camino se adentraba en el bosque–. Algo malo le habrá sucedido, no tengo dudas. Desde que enviudó vive solo, agarrado con uñas y dientes a su mísera granja.
Y es que en el valle de Izagaondoa vivía un granjero de avanzada de edad, cuyas tierras ocupaban unas pocas hectáreas. En su caserío tenía gallinas, una vaca lechera y un caballo, con el que se trasladaba de pueblo en pueblo. Además, cultivaba cereales y verduras.
Días después, durante una oscura noche de un día de abril, una tormenta caía sobre el pueblo. Pablo tuvo que salir a meter a los animales en el establo para que la lluvia no los mojase. Una vez hubo terminado, volvió a su casa y le dio un ataque de tos. Afortunadamente, la curandera apareció a tiempo y le dio unas hierbas para que se curase.
–Ten cuidado; podría ir a peor. Yo que tú, buscaba un heredero.
Aquella noche, Pablo le dio vueltas a lo que la mujer le había dicho y decidió ponerse en marcha, así que a la mañana siguiente cogió sus botas, se subió a su caballo y emprendió el viaje. Su primera idea era dejarle todo al herrero, porque eran amigos desde la infancia.
Cuando llegó a la herrería, el hombre templaba una espada. Posó el martillo y le preguntó:
–¿A qué has venido viejo amigo?.
–A preguntarte si quieres heredar mis tierras y cuidarlas cuando me muera –le informó Pablo.
–Yo lo haría encantado, pero la forja es mi vida y no me daría tiempo para cuidar lo que ahora es tuyo.
–Vale, lo entiendo –Pablo se encogió de hombros y taloneó su caballo–. Adiós.
Desanimado, volvió a la salida del pueblo para regresar a su casa. Cuando le quedaba por pasar las dos últimas casas más, vio a lo lejos a una familia que cuidaba sus cabras y se divertía. Llegó a ella, desmontó y se dirigió al que parecía hacer cabeza.
–Buenas tardes, ¿puedo hablar con usted? Es por un asunto que le puede interesar.
–Muy bien… Soy Francisco –le tendió la mano–. Encantado de conocerle. Vayamos a mi casa.
Avanzaron hacia el caserío.
–Adelante; entre y hablemos.
Se sentaron a la mesa delante de dos jarras de vino.
–Escúcheme: como ve, soy un anciano. Dentro de poco, no habrá nadie que cuide de mi ganado y mis cultivos. Más de una vez le he visto ordeñar a sus cabras y he pensado que quizá usted podría cuidar de mis animales.
–¿No tiene usted hijos? –le preguntó Francisco con cuidado de no parecer impertinente.
–Sí, pero viven en la ciudad, y ninguno de ellos quiere quedarse con la granja –le explicó.
–No sé qué decirle… Debería preguntárselo a mi mujer.
Fue a comentarlo con ella. A los pocos minutos volvió con gesto de felicidad.
–Está bien; aceptamos sus tierras y sus animales.
–Me parece lo más oportuno –le sonrió Pablo–. Cuando muera, verá a mi caballo galopar hacia la casa del herrero. Esa será la señal de que mi heredad le pertenece.
Pablo cabalgó hacia su casa.
Tres semanas después, manso y silencioso, Pablo tomó su cayado, mando a su corcel con el herrero y subió a la colina más cercana. Tardó media hora en llegar. Se tumbó sobre la hierba en el preciso instante en el que el sol descendía, despacio, por el valle de Izagaondoa a la vez que la muerte lo acariciaba.