XIX Edición
Curso 2022 - 2023
En venado de
dieciocho puntas
Agustín Cotorruelo, 14 años
Stella Maris College (Madrid)
Una noche de viernes invernal, Juan y su padre salieron de viaje hacia una casa rural donde iban a pasar la noche, pues tenían previsto montear al día siguiente.
Tras unas horas de carretera llegaron a Deleitosa, un pueblo de la sierra de Cáceres. Apenas se bajaron del coche, les recibieron la propietaria de la casa, así como los demás huéspedes, que también iban a participar en la jornada de caza. Hacía una temperatura gélida, y al llegar a su habitación se dieron cuenta de que la calefacción no funcionaba.
–Es muy sencillo –dijo la mujer tomando la manilla del radiador–. Hay que girarla para que se abra y entre el calor.
Poco después, ella se despidió, entregándoles una sola llave para que el grupo pudiera salir y entrar de la casa.
–Salgo a Navalmoral de la Mata, que está a cincuenta kilómetros de distancia.
Juan, su padre y el resto de los cazadores estaban convocados a una cena en casa de los anfitriones de la montería. Iban a subirse a los coches para acudir a la finca, cuando el muchacho, que se había responsabilizado de custodiar la llave de la casa, se dio cuenta de que se la había dejado olvidada en su cuarto. Él fue el último en salir, y recibió y acató órdenes de cerrar la puerta principal. Sin querer, acababa de dejar a diez personas sin la posibilidad de dormir bajo cubierta. Afortunadamente, contactaron con la posadera que, bendita casualidad, continuaba en el pueblo.
Después de la cena, el anfitrión charló con los cazadores de los lances que podían esperarles a la mañana siguiente, pues se habían visto muchas reses durante las últimas semanas. Entre evocaciones de otras monterías y muchas risas, llegó el momento de regresar a Deleitosa para descansar.
Al amanecer, Juan y su padre metieron los rifles en el coche junto con las cajas de munición, los permisos, el cuchillo y el taco (comida que los monteros llevan al puesto). Se habían vestido impecablemente como muestra de respeto a los anfitriones y a el mismo hecho de cazar, pues ese respeto también lo merecen los animales que habitan el monte.
El camino a la finca no eran sencillo, pues estaba repleto de piedras y tuvieron que tomar múltiples desvíos. Cuando al fin llegaron, volvieron a saludar a todos los cazadores y desayunaron las tradicionales migas de pastor con huevo frito.
Llegó el sorteo de los puestos. La suerte es determinante en una jornada de caza mayor y tuvieron la fortuna de que les correspondiera un buen escondite, sobre la cuerda de la sierra. En aquel instante, el anfitrión leyó una carta de su padre, recién fallecido, en la que deseaba un magnífico día de montería a todos los asistentes. Todos los presentes se emocionaron.
Justo cuando Juan y su padre iban a partir hacia el puesto, descubrieron que la rueda trasera de su coche estaba pinchada. No les quedó si no trasladar sus pertenencias al automóvil de otro cazador, con cuidado de no olvidarse nada.
–Ya ves, hijo –le comentó su padre–, en la vida pasan cosas inesperadas. Es necesario mantener la calma y buscar la mejor solución posible.
El hombre dejó el coche a unos doscientos metros del puesto, al que padre e hijo llegaron en un breve paseo. Se trataba de un bonito jaral, con hermosas vistas del campo extremeño.
En cuanto dispusieron todo, cargaron sus dos rifles, aunque decidieron que solo utilizarían el de Juan, que tenía un visor de corta distancia. Iban a rotárselo en turnos de media hora.
Durante la primera hora no vieron ningún animal. Sí en la segunda, cuando apareció una cierva en la lejanía a la que el chico abatió de dos tiros. Unos instantes después, apareció otra más, a la que falló.
En el turno de su padre, apareció una manada de ciervas sobre las que disparó, apuntándose otra hembra, ya que no tenían cupo. Sin embargo, seguían sin avistar venados, guarros ni muflones. Durante la espera, padre e hijo entablaron una conversación sobre distintos temas que no habían tenido tiempo de charlar durante la semana.
–Bueno, dejemos de hablar, que seguro estamos espantando a los jabalíes –sugirió Juan entre risas.
Apenas faltaba media hora para el final de la montería. Les entró la tentación de descargar los rifles, pero justo en aquel instante hizo acto de presencia un ciervo con una cuerna de dieciocho puntas, considerado “medalla de oro”.
–¡Vamos! –le animó su padre en un susurro.
Juan erró el primer tiro. Sin embargo, el venado, desconcertado, se acercó aún más al puesto. Entonces apuntó al codillo y el ciervo se desplomó entre unos matorrales, de los que se levantó inesperadamente para avanzar unos metros. La pareja de cazadores dudó de que estuviera herido, por eso, nada más escucharon el trompeteo que anunciaba el final de la montería, salieron a buscar la pieza, a la que encontraron abatida entre las jaras. Poco a poco acercaron sus trofeos al camino, en donde las marcaron. Un tractor se encargaría de acercarlas al caserío.
Acudieron al coche que los había llevado hasta el puesto, para encontrarse con que también había pinchado. Padre e hijo le ayudaron a quitar la rueda para poner la de repuesto.
Llegaron a Madrid muy tarde en la noche. Traían el trofeo del chico, aquella cornamenta de dieciocho puntas, y un buen número de anécdotas para recordar.