XIX Edición
Curso 2022 - 2023
Entre dos mundos
Juan Vélez, 14 años
Stella Maris College (Madrid)
Sigo aislado, sometido a un silencio absoluto, y me atormentan los errores que he cometido a lo largo de mi vida.
En 1945, cuando Berlín estaba sitiada por los rusos y los aliados, yo trabajaba para las SS en los laboratorios para la investigación y experimentación con seres humanos. Aunque la Guerra había acabado, el V Grupo Científico de las SS, por órdenes expresas del Führer, seguía realizando pruebas sirviéndose de los judíos que no habían podido escapar. El comandante era un nazi fiel a la causa, al igual que sus subordinados, que nos amenazó con fusilar a todo el que se negara a continuar la experimentación.
Cuando nos capturaron los rusos, para nuestra sorpresa, nos comunicaron que a Stalin le interesaban nuestros trabajos. Ejecutó a todo el regimiento, perdonándonos la vida a algunos de los científicos, entre los que me encontraba. Nos enviaron a Anapa para continuar nuestros experimentos, aunque desconocíamos cuál sería el “material”, pues las cobayas humanas también habían caído en el paredón.
En vez de judíos, Stalin nos proporcionó algunos rusos con los que pretendíamos crear un superhombre que representara a una raza superior. Buscamos mejorar sus características físicas (altura, fuerza, rapidez, agilidad) y psicológicas, en especial la obediencia y la determinación. El proceso se hizo largo y tedioso, hasta que nos llegó un envió especial de otra base científica: consistía en los restos de un meteorito, que soportaba un fluido viscoso, extraterrestre, que solo podía sobrevivir en contacto en el interior de otro ser vivo inteligente. Se trataba de un simbionte. Junto al envío, nos llegaron unos documentos que relataban las asombrosas cualidades que ser desarrollaba en contacto con un huésped.
Empezamos nuestro trabajo bajo estrictas medidas de seguridad. Comenzamos con un sujeto al que previamente le habíamos lavado el cerebro, dejándolo sin voluntad ni sentimientos. Anestesiamos al paciente y le inyectamos el alienígena directamente en el corazón, para que se expandiera por el sistema circulatorio. Cuando lo despertamos con una descarga eléctrica, comprobamos que se había producido una correcta adaptación, indispensable para seguir el experimento. Cabía la posibilidad de que el huésped hubiera muerto y el alienígena lo abandonara. En ese caso, incineraríamos el cadáver.
Lo sometimos a diferentes pruebas. Su fuerza equivalía a la de cien hombres y tenía una capacidad inmediata de regeneración, a excepción de que fuera herido en el corazón o el cerebro. En ese caso moriría y el simbionte saldría de su cuerpo.
Su aspecto cambió. Alcanzaba tres metros de estatura y su piel había adoptado una gruesa y elástica capa formada por la masa viscosa del extraterrestre. Su rostro contaba con unos ojos capaces de un movimiento completo alrededor del cráneo, y aunque carecería de nariz y orejas, sus sentidos eran excelsos. En la boca, carente de mandíbula, se extendía una hilera de colmillos capaces de desgarrar el acero.
Un día antes de nuestra comparecencia ante el Soviet Supremo, que iba a decidir si los resultados merecían la pena, nuestro huésped estaba como en un estado de trance, con los ojos en blanco y completamente inmóvil. No reaccionaba a los estímulos.
Escuchamos las hélices del helicóptero que traía a un grupo de agentes. En el laboratorio les explicamos el proceso.
–Han fracasado –nos dijo el jefe de los agentes¬–. La Unión Soviética no admite errores. Por lo que les condeno, por órdenes expresas del mando supremo, a la pena capital.
En ese momento oímos un rugido estremecedor a nuestras espaldas. A través de las cristaleras del área de contención, se movía un ser enorme y de un color negro intenso y piel viscosa.
Las amenazas se transformaron en felicitaciones por parte de los agentes de la KGB. Entre los científicos nos abrazamos. Sin embargo, nuestra felicidad duro poco, pues el simbionte actuaba bajo un estado de ira. Si no huíamos inmediatamente del laboratorio, las consecuencias podrían ser muy graves.
Un rugido aún más poderoso estalló los cristales y sobrevino el caos. Me arrastré afuera mientras el monstruo mataba sin piedad. Estaba cubierto de sangre y su piel negra se había tornado rojiza. Entonces me acordé de que llevaba una granada. Inmediatamente accioné la espita y la lancé contra el gigante, que reventó en mil pedazos.
Acabo estas líneas en la celda de una prisión militar, antes de que me lleven al paredón.