IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Ese escaso grupo
de gente feliz

Laura Castelblanque, 14 años

                 Colegio Vilavella (Valencia)  

Puse en la cesta los patines y me monté en la bicicleta, que se quejaba ruidosamente por el asfalto nevado hasta que llegué al lago, que estaba abarrotado de patinadores, entre los que había parejas de enamorados, gente risueña, solitarios que se detenían a mirar sin atreverse a deslizarse, gente atrevida y aquellos que se caían y levantaban sin perder el ánimo.

Me senté en un banquito al que aseguré mi bici, para ponerme los patines. Tras una larga pelea con el izquierdo, decidí respirar antes de empezar con el derecho. De pronto me di cuenta de que tenía a mi lado a un chico riéndose del mundo. Por sus extraños movimientos de manos y sus balanceos de cabeza, intuí que no era como los demás; parecía sufrir alguna deficiencia mental, pues se reía del mundo, con una felicidad envidiable. Se levantó muy dispuesto y se lanzó a patinar cuando yo me lancé a la pelea con el patín derecho.

Entré en el lago helado y empecé a practicar los ejercicios que había aprendido el viernes anterior, en la clase de patinaje artístico. Primera caída. Respiré y volví a levantarme. Segunda caída. Tercera. Cuarta... Decidí cambiar de ejercicio. Mis guantes estaban empapados y me ardían las manos, así que me acerqué a la bicicleta para cambiarlos por unos secos. Me senté en el banco y, mientras embutía las manos en otros guantes, descubrí al chico. Intentaba imitar mis piruetas sin dejar de sonreír. Tenía mucho mérito, porque no lo hacía nada mal para no haber recibido las explicaciones que yo sí recibí. Daba vueltas y más vueltas al lago, tratando de cruzar los patines, saltar y girar. De pronto se detuvo. Un grupo de chicos y chicas se reían de él. A juzgar por las expresiones del patinador, las cosas que le decían no eran agradables.

Se dio la vuelta e indiferente continuó patinando.

Yo entré de nuevo al lago y traté de concentrarme en mis ejercicios, pero no lo logré. El chico había captado toda mi atención. Se llamaba Jorge. No lo supe porque hubiera hablado con él, sino por el bordado de su suéter rojo, que me lo había chivado. Un tumulto de risas burlonas le seguía por toda la pista. No me atreví a decir nada, aunque la furia se apoderó de mi interior, por más que el valor no la acompañara para salir en su defensa.

Continué practicando mis ejercicios. Las burlas no cesaban. Me concentré en el salto más difícil y me dispuse a ejecutarlo. El hielo se clavó en mis mejillas como un cuchillo y me rasqué las rodillas. Nadie parecía haberse dado cuenta. Mis ojos solo veían una especie de luces deslumbrantes, consecuencia de mi mareo. Solo me obedecía el oído, que ampliaba las burlas de aquella pandilla.

Intenté levantarme pero me flaqueaban los brazos. Al fin conseguí mantenerme en pie. Entonces me acerqué a los chicos que se reían de Jorge. Le grité al que parecía el cabecilla:

-¡Cállate!... Te estás riendo de alguien más feliz que tú.

Aquella reacción les abrumó. Ya no escuché otras burlas. Sólo veía fumaradas de vaho y miradas sorprendidas. Entre aquellas expresiones sorprendidas destacaba la amplia sonrisa de Jorge, como si quisiera hacerme entrar en el escaso club de la gente feliz.