XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Finis Terrae 

Inés García Pescador, 16 años

Colegio Esclavas de Cristo Rey  (Madrid)

Cuando Alberto entró en la habitación, de súbito lo invadió un intenso olor a tabaco. Las estanterías de la estancia rebosaban de maquetas y bocetos de veleros, así como de condecoraciones militares que su abuelo Sebastián se había labrado en su juventud. Este último se encontraba en una mecedora al lado de la ventana que, entreabierta, dejaba pasar el sonido del agitado oleaje procedente del paseo marítimo. Aquel día de invierno, las olas rompían con furor al llegar a la costa, provocando que se levantaran metros de espuma sobre los viandantes.

–Te echamos de menos en Málaga, abuelo –musitó Alberto con lástima mientras contemplaba su mirada perdida–. Venir a vivir a Finisterre no está haciendo más que traerte problemas –prosiguió tras una leve pausa.

–Siempre pensé que este era mi sitio, pero desde ese día... Sea como fuere, no pienso volver a Andalucía –repuso Sebastián meditabundo, tras darle una larga calada a su pipa.

–Dime, abuelo, ¿qué fue eso que viste, que te transformó? –inquirió el nieto.

–¡Basta! No quiero volver a hablar de lo sucedido. Fin de la discusión –gritó Sebastián, que en un momento pareció muy alterado. Se levantó, agarró su báculo, se ajustó la boina de lana y salió del apartamento dando un portazo.

Alberto, resignado, exhaló un leve suspiro y comenzó a examinar las cosas arrumbadas en aquella sala de estar. Le llamó la atención una fotografía en blanco y negro de la boda de sus abuelos. Nunca antes había visto esa imagen. Remedios y Sebastián, elegantísimos, sonreían a la cámara, que inmortalizó frente al Real Club Náutico de su ciudad uno de los momentos más felices de sus vidas. A Alberto le pareció que, cuanto más miraba el retrato, más se iba decolorando.

Su abuela Remedios había fallecido hacía menos de un año, tras una larga lucha contra el cáncer. Por eso, en cuanto Sebastián pudo jubilarse, decidió mudarse a Finisterre, para no verse atado a los recuerdos de su vida conyugal. Sin embargo, al poco de llegar a Galicia, que era el lugar en el que siempre había querido vivir, las cosas se le comenzaron a torcer, pues había perdido buena parte de la visión, lo que le había vuelto más irascible de lo habitual. 

Lo más preocupante llegó una mañana de enero, cuando les llamaron a Málaga porque habían encontrado a su abuelo desorientado en alta mar, en plena tempestad. La guardia costera se llevó a Sebastián a urgencias, pues se encontraba en tal estado que no fijaba la mirada ni respondía a los estímulos externos. Tras unas horas en observación, los médicos concluyeron que se trataba de un ictus. No obstante, Alberto, que conocía bien a su abuelo, no se creyó el diagnóstico. Así que tomó el primer vuelo a La Coruña y se plantó a la puerta de la nueva residencia de Sebastián, para averiguar por sí mismo por qué a un marino tan experimentado como él le había ocurrido semejante episodio.

Cuando su abuelo salió de casa, Alberto se puso la cazadora y se encaminó al puerto, decidido a descubrir qué era lo que había visto su abuelo en alta mar. Al llegar al muelle, avistó al anciano poniendo a punto su velero. Se le acercó corriendo. 

–Sabía que vendrías, Alberto –dijo al verlo–. Antes no he querido contestar tu pregunta, pues prefiero que lo compruebes tú mismo.

El chico esbozó una sonrisa y, de un salto, subió a la embarcación. El abuelo arrancó el motor y pronto salieron del puerto. Mientras, navegaban, el cielo se fue ennegreciendo, hasta tomar el aspecto con el que se adivina la tormenta. 

–Bienvenido al Fin de la Tierra, Alberto, a Finis Terrae  –a Sebastián se le cambió de nuevo la expresión–, el vacío.

El muchacho no necesitó mirar alrededor: le bastó fijarse en las dilatadas pupilas de su abuelo para saber a qué se refería: la angustiante soledad que desde hacía meses le quemaba por dentro y de la que, por fin, era consciente. La mar fue lo único que le pudo revelar el verdadero significado de ese dolor punzante que estaba acabando con su vida.