XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Habla la música 

Ana Jiménez Sanz de Lara, 17 años

Centro Zalima (Córdoba)

Viento madera, viento metal, percusión y cuerda dispuestos en clara jerarquía coronada por la batuta del director, constituyen una orquesta sinfónica. Detrás de estas familias musicales están los intérpretes, que en un perfecto engranaje buscan en equipo el trabajo bien hecho: respirar una frase poniendo a disposición de todos sus compañeros cada gesto, movimiento y emoción. Una orquesta produce dinámicas contrastadas, acentos, tensión dramática y matices expresivos. 

Un músico aporta a sus colegas años de experiencia, disciplina, trabajo, constancia, estudio, ensayo y trabajo individual. Su carrera comienza en la infancia, etapa de la vida en la que suelen detectarse las cualidades que, bien enfocadas, terminan por construir a un gran profesional.

Formar parte de una orquesta me ha proporcionado un aprendizaje individual y colectivo que me permite mejorar mis habilidades artísticas. Al aprender a leer partituras a primera vista, se multiplica mi memoria, se amplía mi capacidad intelectual y mi educación auditiva. Una orquesta sinfónica es socialización, respeto a los demás, esfuerzo en equipo, aprender a ceder el protagonismo, colaboración de unos y otros, y  amistad que se va forjando en horas y más horas de ensayos. 

Por ser parte en una orquesta, he adquirido habilidades interpretativas, y he aprendido distintas ejecuciones instrumentales que me hacen capaz de expresar, junto al resto de mis compañeros, sentimientos y emociones difíciles de transmitir con palabras. El músico sabe que es importante la preparación técnica, pero también la estructuración mental, que ayuda a lidiar con los nervios para brindar un nivel óptimo en cada concierto, para el espectador pueda disfrutar la pieza.

Fue el 12 de mayo 2023, a las ocho de la tarde. El programa anunciaba el Concierto Orquesta Músico Ziryab. Desde hacía días me acompañaba un pellizco en el estómago, porque iba a participar en el último concierto con mis compañeros, pues nos graduaremos al final de este curso. 

No me resulta fácil subir a un escenario. El corazón se me pone a mil revoluciones, mi boca se seca, impidiéndome articular palabra, y mis manos parecen convertirse en muñones. Hasta coger el violín me resulta un trabajo de malabarista, por lo que no quiero ni pensar cómo voy a conseguir que los dedos se vayan aflojando, o cómo podré controlar brazo y muñeca para que comiencen a fluir los movimientos y que el violín sea una extensión de mi cuerpo.

De camino a mi puesto en el escenario, siento una eclosión de sensaciones. El respeto a mis compañeros y al público se me hacen patentes, al igual que mi compromiso con el arte. Al sentarme, pongo en marcha los mecanismos de relajación que he aprendido durante los años de carrera, busco mi atril y procuro empatizar con la orquesta. La concentración es máxima. Suenan  los primeros acordes y, como por arte de magia, la obra fluye igual que el mecanismo de un reloj. Con un ojo sigo la partitura y con el otro no pierdo los movimientos del director.

Finaliza el concierto y el público rompe a aplaudir. La fuerza de la adrenalina desemboca en una catarsis emocional. Me entran ganas de llorar al tiempo que agradezco a Dios haberme hecho capaz de convertir el violín en parte fundamental de mi vida. Por eso hago mías las palabras de Hans Christian Andersen: <<Donde las palabras fallan, la música habla>>.