XIX Edición
Curso 2022 - 2023
Horror vacui
Paula Moratalla, 17 años
Colegio Stella Maris La Gavia (Madrid)
Sonó el despertador a las seis menos diez, como todas las mañanas, pero Manuel llevaba un par de minutos esperando el pitido de salida, como si la vida fuera una carrera.
Se apresuró a meterse en la ducha, para relajarse bajo el agua caliente. Al salir, se enfundó en uno de los muchos trajes grises que colgaban de su armario y procedió a desayunar: se bebió el café casi de un trago, no sin antes mojar en él cuatro galletas infantiles, con el deseo de que el dichoso paquete se acabara de una vez. Acto seguido se lavó los dientes y abandonó el piso mientras se anudaba una corbata azul marino. Consultó la hora mientras bajaba las escaleras. Eran las seis y treinta y nueve minutos.
-¡Justo a tiempo! -se dijo, mientras metía la mano en el bolsillo en busca de unos auriculares.
Sintonizó su programa favorito de radio. Tenía ante él una hora de paseo hasta el trabajo. Es cierto que podría trasladarse en uno de los coches que, desde hacía meses, acumulaban polvo en su garaje, pero los odiaba a causa de su sistema de conducción en silencio.
Llegó a la oficina en el momento previsto. Al entrar, su secretaria, Eva, le estaba esperando libreta en mano para cantarle cual papagayo sus quehaceres. Durante el camino hacia el despacho de Manuel, ella no dejó un solo segundo de parlotear. Una vez llegaron, le entregó la libreta:
–Recuerde, señor Ortega, que esta tarde tiene la reunión con los clientes de Dublín.
Antes de poner rumbo a su escritorio posó una mano en el hombro de Manuel y esbozó una sonrisa triste. Él no entendió muy bien el porqué, pero tampoco le dio mayor importancia. Se sentó en su butaca de piel y recolocó el cartel de metacrilato con su nombre y puesto: “Manuel Ortega Sanz (Director del Departamento Internacional)”.
La puerta del despacho se cerró de sopetón, empujada por la corriente, dejando todo en silencio. Manuel no tardó en encender la pequeña radio portátil que siempre llevaba consigo, pues odiaba el silencio. Mantuvo su mente ocupada durante toda la mañana y, gracias a la reunión con los clientes de Dublín, también por la tarde. Después, unos compañeros le propusieron cenar en un restaurante. Aceptó: qué mejor plan que pisar su piso lo menos posible.
Sobre las once de la noche llegó a su casa, se despojó de la corbata, bebió un trago de la botella de ron que reposaba en la encimera de la cocina y se tiró en el sofá para tratar de quedarse dormido. Al apagar la luz, se percató del silencio sepulcral de la vivienda. No lo soportaba.
Como tantas noches, Manuel encendió el televisor, confiando en que le ayudaría a conciliar el sueño. Y se quedó dormido, a la espera de otro día eclipsado por tareas que le ayudaran a no pensar en la desaparición de su hermano.