IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Ícaro

Sara Yin, 16 años

                  Colegio Iale (Valencia)  

Era el mediodía de un domingo soleado al que acompañaba la brisa del mar. Me apenaba que mi hermano lo pasara construyendo su artefacto, cuando podría echarse una buena siesta bajo la sombra de los limoneros.

Trevor llevaba la camisa arremangada y sucia de grasa. Tenía la frente perlada de sudor y las manos pringosas de aceite.

—Te he traído algo para beber —grité a unos pasos de él con unos vasos de limonada en mano—. ¿Necesitas ayuda?

— No, ya no. Gracias, Amelia—dijo sin levantar la vista.

Coloqué la bandeja sobre una caja de madera, junto al montón de herramientas que estaba usando.

— ¿Crees que va a funcionar?

—Estoy seguro.

— Pero, ¿qué harás si no funciona?—inquirí de nuevo, sin disimular mi escepticismo.

—Funcionará; tiene que funcionar.

Yo tenía serias dudas, pero preferí no darle más vueltas. Eché un vistazo al tejado del pajar, en donde mi hermano había instalado una plataforma de vuelo. Abajo había amontonado balas de paja que amortiguarían una posible caída.

***

Me despertó su carrera frenética hasta mi cuarto.

— Ven al granero… ¡Ya he terminado!

Cuando llegué, estaba sentado al borde de la plataforma. Era muy temprano, tanto que aún titilaban las estrellas en un cielo violáceo. Un viento helado me puso la piel de gallina. Dos sombras oscuras bajo los ojos, delataban su falta de sueño.

—Ven y ayúdame.

Le ajusté las correas de las alas a cada brazo. Las alas eran enormes, semejantes a las de un murciélago. Trevor se había pasado mucho tiempo estudiándolos para poder construirlas. Las varillas de metal parecían sostener la tela con firmeza. Estaban soldadas a una pértiga más gruesa, como si fueran ramas unidas a un tronco.

Las alas se le acoplaban a la espalda en una bisagra adherida a una lámina de cuero, colocada sobre su columna vertebral, que se le ajustaba al espacio entre sus omoplatos. De este modo, aquellos miembros mecánicos formaban una línea paralela al recorrido de sus brazos y su espalda.

—Ten cuidado —musité.

—Quita cuidado; todo irá bien.

Pero no me tranquilicé sino todo lo contrario. Las alas, aunque bonitas, parecían inestables. Sentí que había algún fallo en ese diseño. O quizá solo era el miedo y la preocupación los que habían instalado esos pensamientos en mi mente.

—Quizá deberías probar primero desde el suelo.

—No son alas para volar sino para planear. Si intento batirlas, mis brazos se cansarán y no podría mantenerme el tiempo suficiente para después posarme –sonrió-. Anda, no arrugues el ceño y deséame suerte.

Dio un salto y por un momento me maravillé al ver que su invento funcionaba. Pero cuando logró que las alas disminuyeran su velocidad (durante los primeros instantes del vuelo), sus piernas cedieron a la fuerza de gravedad y desestabilizaron su postura y, con ella, la velocidad de la caída. El pobre Trevor pasó de caer de frente a hacerlo de espaldas cuando sus piernas se balancearon hacia adelante, obligando al cuerpo a seguirle en aquel desastre. Cuando corrí a asegurarme de que estaba bien, lo encontré tumbado de lado sobre el montón de paja.

Uno de sus brazos, el que había recibido el golpe, tenía clavadas algunas astas de metal. Sus alaridos fueron tan fuertes que se me encogió el corazón y atrajeron al dueño de la granja vecina, al que sorprendió aquel asunto y le hizo gracia a la vez: el hecho de que mi hermano hubiera tratado de convertirse en murciélago para acabar como Ícaro, sin que nadie -aparte de estos dos niños tontos- lo supiera.

—No te preocupes, te pondrás bien —le dije una y otra vez, aunque había demasiada sangre tiñendo la paja, tanta que pude saborear el óxido y la sal.

Cuando se recuperó, me habló sobre el fallo. Tal y como yo había deducido, no tuvo en cuenta el peso de las piernas.

El accidente le había dejado el brazo destrozado, así que me ofrecí, aun sabiendo las consecuencias, a intentarlo, porque la idea de poder volar (o al menos planear) comenzaba a obsesionarme.

—No. Podría haber caído sobre la espalda y haber muerto. He tenido demasiada suerte y no quiero que mi estupidez agote lo poco que nos queda. No, ni hablar.

Pasaron varias décadas hasta que alguien logró volar, pero no fuimos nosotros.