IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

La carta

Sara Yin, 16 años

                  Colegio Iale (Valencia)  

Habían pasado cinco días desde que le enviamos una tarjeta de felicitación a mi abuela. Ella era una mujer ceñida a la tradición, alérgica a la tecnología, que prefería el correo postal a lo que ella llamaba <<cartas digitales>>. Así que no nos dejaba otra alternativa. Además, no disponía de ordenador ni de internet en el campo, donde vivía, y estoy segura de que tampoco querría saber nada de esos aparatos.

Teníamos esa tradición familiar, que cumplíamos rigurosamente todos los años y que a ella le encantaba: nosotros le enviábamos una tarjeta navideña con algo de dinero en su interior y ella nos respondía, sin tocar un solo billete. Siempre tercamente puntual, nos decía dos días después que dejáramos de enviarle ese dinero, a pesar de sus pocos ingresos. Pero nosotros preferíamos cerciorarnos de que no le faltara nada y a ella -lo sé- le encantaba hacer uso de su tozuda modestia.

No es que nunca la visitáramos en su rincón apartado del ruido urbano, sino que la única forma de comunicarle nuestra visita de Año Nuevo era mediante esas tarjetas. Dado que su casa estaba demasiado lejos, únicamente podíamos felicitarla de ese modo y aguardar a que llegara el Año Nuevo.

El 27 de diciembre, estábamos llegando a la pequeña casa donde ella vivía. Papá aparcó el coche bruscamente, ansioso como nunca lo había visto. Cerró el coche de un portazo. No paraba de maldecir la aversión de la abuela a la tecnología, preguntándose en voz alta por qué era tan obstinada. Mi madre y Ben caminaron tras él.

Yo me quedé en el coche, en silencio, esperando a que pasara la tormenta. Aunque una parte de mí buscaba paz recordando todas las razones tontas por las que la abuela había dejado de escribirnos, otra me hería con el peor de los escenarios. Por eso prefería quedarme allí sentada, como una cobarde, en vez de enfrentarme a la realidad que podría encontrarme en la casa.

Dos minutos después, advirtiendo que no pasaba nada, me armé de valor y salí del coche. Me fijé en el buzón que colgaba junto a la puerta; estaba vacío. La puerta de la casa se encontraba abierta y enseguida me inundó el calor del hogar. Cuatro figuras descansaban sobre el sofá, entre ellas mi abuela.

—... nada— llegué a oír mientras me sentaba en uno de los brazos del sofá.

— No es posible. Yo mismo envié la carta— dijo papá.

—La habrás perdido en el almacén —supuso Ben, mi hermano pequeño—. Ian perdió así un premio de 3.000 euros.

—No creas lo que te dice ese Ian —masculló abuela.

—Te lo digo en serio, mamá: tienes que ponerte un teléfono o comprarte un móvil... No puedes vivir apartada de la civilización —volvió a intervenir mi padre, a lo que ella respondió con un gesto despectivo—. Hazlo por nosotros.

Sonreímos ante su gesto de corderito degollado.

—Vale —respondió, transparentando el valor de aquella respuesta, tan vacía como su sensatez.

Pasaríamos los próximos días en el campo. Yo ya me había despedido de la cobertura y saludaba a la huera y sus surcos interminables de lechugas.

A pesar de vivir alejada de la ciudad, mi abuela no vivía sola. Entre unos pocos vecinos, mi tía y algunos empleados, la abuela lograba borrar nuestro ceño fruncido. A lo largo de los años, había acabado por formar parte de un grupo de jóvenes que, como yo, pasaban unos días y de los que habitualmente vivían allí.

El segundo día, tras arreglar mis cosas, fui a rencontrarme con ellos. Éramos un grupo reducido, ya que con el tiempo muchos habían tenido que trasladarse lejos por diversos motivos (los estudios en la Universidad, el trabajo...). Esperaba encontrarme con cinco personas, pero había una mas: tres vecinos, dos visitantes y una desconocida que parecía tener mi edad. Se llamaba Cad y era la hija de una de las nuevas ayudantes de mi abuela, lo que permitió que al final de las vacaciones fuéramos buenas amigas, aunque no íntimas.

El último días descubrí en casa de Cad, bajo su cama, una caja llena de sobres abiertos. Entre ellos estaba el de mi abuela.