XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

La caza 

Leandro Mazuelos, 14 años

Colegio Altair (Sevilla)

Ortuño, montero mayor del palacio de los condes de Almenar, apretó el gatillo de su escopeta, que emitió un sordo estruendo por la ladera del monte, espantando a los pájaros y demás animales que campaban por la zona. Fue un disparo certero: había un rastro del ciervo herido entre las zarzas. 

El cielo se oscurecía y la cuenca del Mondego se iba quedando en sombras. Ortuño escuchó el rumor de un arroyo cercano y mandó azuzar a los perros para que fueran tras la presa. En un instante, la jauría de podencos echó a correr, pero sus intentos fueron vanos. Exhaustos, se detuvieron al ver al ciervo que, rápido como un rayo, se perdía entre la espesura del monte.

–¡Aprisa! Atad los perros y haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores. Debemos emprender el camino de vuelta, pues la noche se acerca y es menester que cenemos, si es que nos dan de cenar... La decepción de los condes será grande al ver que regresamos sin presa en mano –dijo el montero mayor, presagiando una represalia por parte de los condes. 

Al llegar a palacio sus temores se hicieron realidad. Se respiraba un ambiente tenso y los cazadores, con la cabeza gacha, no se atrevían a pronunciar palabra. Tras el duro rapapolvo, impusieron a quienes habían formado la partida de caza pasar la noche sin llevarse nada a la boca. Pero si algo caracterizaba a esos hombres era el optimismo. Después de todo, estaban acostumbrados a ese tipo de castigos. No es que fuesen cazadores de poca monta, ni mucho menos, pero todo conocedor de este arte sabe que no todos los días hay animales que se pongan a tiro, y que no siempre se cobran todas las piezas heridas.

Además del ayuno nocturno, los condes enviaron a uno de sus monteros, solo en la madrugada, a abatir a algún venado y traerlo de vuelta a palacio. Fernando, que tenía una larga experiencia como pistero, se ofreció voluntario para cumplir la pena. Cabalgó y emprendió la marcha. Sus compañeros y los mismos condes le vieron alejarse y escucharon el repiqueteo de las herraduras de su corcel al galope. 

Pasaron una hora, dos, tres… pero Fernando no volvía. Un cazador tan diestro como él podría, en menos de una hora, cumplir semejante tarea. En vista de la situación, los condes mandaron a Ortuño, el montero mayor, a salir en busca de su compañero. 

La noche era fría y cerrada, y el viento sacudía el follaje de los árboles y las zarzas. Ortuño se adentró por la espesura, tratando de adivinar el recorrido que Fernando pudiera haber escogido. Poco a poco, se fue alejando del palacio. De pronto, un arbusto comenzó a agitarse bruscamente. El corazón del cazador rompió a latir con fuerza cuando fue a mirar qué se escondía en aquella zarza. 

Se dirigía hacia el arbusto con el arma preparada, cuando una bestia oscura se le abalanzó sobre él para derribarlo del caballo con una fuerza sobrenatural, clavándole las zarpas en uno de los brazos. Ortuño no llegó a apreciar la fisonomía del animal, pues lo había arrollado con extrema rapidez. Sin embargo, gracias a la habilidad de sus reflejos, le disparó, lo que, probablemente salvó su vida, porque el animal huyó a la carrera, dejando tras de sí salpicones de sangre.

El hombre quedó aturdido, pero su instinto de supervivencia le hizo levantarse. Al mirarse el brazo, descubrió que sangraba copiosamente. A pesar de ello, fue tras el animal todo lo rápido que le permitieron sus fuerzas. 

Entre las sombras impenetrables divisó, en la lejanía, una cabaña tenuemente iluminada desde su interior. El rastro de la fiera parecía conducir a ese lugar. Nadie como el montero mayor conocía la cuenca del Mondego: llevaba años viviendo en sus faldas, apresando a sus bestias y, sin embargo, jamás en sus incontables excursiones había visto aquella cabaña. 

Le temblaban las piernas y se le iban agotando las fuerzas cuando, con la respiración fatigosa, se acercó al refugio. Al apreciar que su puerta se encontraba entreabierta, adelantó temeroso la mano para abrirla. Ortuño, con la escopeta bien ceñida, asomó la cabeza por la estancia. La chimenea estaba encendida y desprendía un fuego acogedor. 

Se dispuso a entrar cuando un sudor frío le recorrió el cuerpo. Sus ojos se desencajaron y una palidez mortal decoloró su rostro: sobre un sillón se encontraba, inmóvil, su compañero Fernando, ensangrentadas sus ropas y la boca entreabierta, rígidos los labios y sus miembros. Estaba muerto, con la herida de un disparo en el hombro.