XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

La crisálida 

María Ortiz, 16 años

Centro Zalima (Córdoba)

El dolor le había dejado a Carlota huellas por todo el interior de su cuerpo.

A ella le encantaba el arte: tenía varias prendas de ropa diseñadas por ella misma, algunos cuadros que llevaban su firma y había decorado su habitación con algunos posters de grandes museos que deseaba conocer (El Prado, el Louvre, la National Gallery, el Pompidou, el Moma…). Se imaginaba ante los principales cuadros de aquellas colecciones, tratando de desentrañar el misterio del dibujo, de la composición, de los pigmentos, de las texturas… Estaba convencida de que frente a aquellas obras maestras, entendería mejor el mundo interior de los grandes pintores de todas las épocas. Sabía que se echaría a temblar ante aquellos lienzos y tablas, que se sabría la mujer más feliz del mundo, que entraría en el interior de cada motivo, que hablaría con los personajes, con las manchas de color y hasta con los barnices.

Pero antes tenía que sanar las cicatrices que la cruzaban por dentro. Llevaba años acumulándolas, y a esas alturas no sabía identificar de dónde habían surgido.

Se levantó de la cama, tomó sus pinturas y llenó dos vasos con agua para, después, quedarse estática, cara a cara ante el espejo. Empezó a recorrer su propio reflejo con la mirada, intentando descifrarse. Enseguida se quitó la camisa y acarició su piel con delicadeza, como si fuera de fina porcelana. Entonces decidió que quería dibujar aquellas heridas que solo ella era capaz de ver. 

Tomó un pincel fino y trazó con pintura roja pequeñas líneas que salían del centro de su pecho. Lo deslizaba con lentitud mientras clavaba los ojos en su silueta. Fue la primera vez en que le resultaba reconfortante sentirse expuesta a su mirada escrutadora, pues sentía que se estaba sanando. Continuó por la tripa y la cintura, para después llegar a sus manos.

Cuando terminó de dibujar aquellas cicatrices, se quedó quieta, admirando todas las líneas rojas que  marcaban su dolor interior. Enjuagó el pincel de aquel rojo vivo y lo impregnó de con un verde apagado, con el que comenzó a decorarse con tallos que brotaban de las cicatrices. Unas enredaderas le trepaba por los brazos y se le colaban entre los dedos de las manos. Las de la espalda escalaban por su clavícula y se conectaban con las ramas que abrazaban su cintura. Toda ella era un jardín y su piel despedía un aroma que quemaba el infierno que había acumulado.

Con otro pincel usó colores vivos para crear flores de todos los tamaños. Sus cicatrices sanaban entre pétalos y se sabía cubierta de belleza. Y aunque ya se sentía satisfecha, decidió llenar aquel vergel con mariposas azules y amarillas, que desplegaban sus alas sobre su cuello, en el dorso de su mano o el centro de su vientre. Se había transformado en una obra maestra, como las que admiraba y anhelaba ver, como una crisálida que, por fin, puede volar.