XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

La estatua 

Jorge de la Cal, 17 años

Colegio Peñalvento (Madrid)

Carlos insertó la esmeralda en el hueco que poseía en el pecho el loro de piedra. Se hallaba en unas ruinas subterráneas que había encontrado su equipo de excavación. Había decidido aventurarse solo, al no poder contener las ganas de examinarlas, aunque sabía que era insensato bajar sin compañía. Algo misterioso lo arrastraba y atraía, si bien no podía explicar de qué se trataba. 

Tras deambular por numerosos, intrincados y estrechos pasillos, había dado con la sala en la que se encontraba. Allí estaba la estatua del ave, con una esmeralda de un verde brillante culminando una piedra situada al lado de la imagen. Tomó con los dedos la piedra preciosa, y tras colocarla en el que creyó su lugar, pues encajaba perfectamente en la oquedad, se produjo un estruendo ensordecedor. Carlos temió que el techo de la cámara fuera a derrumbársele encima y dejarle atrapado. Sin embargo, nada de eso ocurrió.

-¿Quién es mi liberador y salvador? –habló la efigie, girando la cabeza hacia el explorador. Los ojos de la imagen, antes grises e inexpresivos, refulgían el mismo color verde que la joya.

Carlos, asombrado y asustado a la vez, no pudo responder en un principio, pero tras unos titubeos logró murmurar:

-Me llamo Carlos y soy arqueólogo. Te he encontrado mientras realizaba unas prospecciones por esta zona –tragó saliva–. Pero, dime: ¿qué eres? ¿Custodias alguna puerta o algún tesoro?

-Lo que soy carece de importancia, pero te devolveré el favor por liberarme de mi prisión, ya que, al devolver mi corazón a su lugar, has roto el hechizo que me retenía aquí, inmóvil –le dijo el loro a la vez que empezaba a aletear sobre su posición, dejando ver una trampilla al tomar vuelo. 

–Dime, por favor –le pidió el explorador–, si aquí se esconde algún tesoro.

–Para hallar las riquezas que buscas, tendremos que bajar por esta trampilla –le respondió.

La estatua condujo a Carlos por nuevos corredores, hasta que llegaron a una amplia sala circular en la que había numerosos cántaros rebosantes de joyas, piedras preciosas y monedas de oro. Carlos echó a correr de un lado para otro, gritando de alegría al tiempo que inspeccionaba aquellas maravillas. Se fijó en un atril, al fondo de la sala, sobre el que reposaba un libro. Intrigado, se acercó a observarlo. Entonces comprendió que era allí desde donde le llamaban por su nombre, susurrándolo, así que no lograba evitar la inmensa atracción que le producía. Las tapas de aquel volumen parecían labradas también en esmeralda. Al abrirlas, comprobó que las páginas estaban escritas en un idioma desconocido para él.

-Es el Angos, un libro que puede dotar de inmensas riquezas y poderes a quien lo posea. Solo has de leer el conjuro de la decimotercera página y todos tus deseos se harán realidad -le informó el loro.

Sin perder tiempo, al no poder resistir tan tentadora oferta, Carlos leyó el conjuro en voz alta: 

-Aquitio, armandius, totecara, qulfut etrrarqui saquilos, quem tamp osports.

En cuanto llegó a la última sílaba de la última palabra, el espíritu de la estatua se trasladó al cuerpo de Carlos, y el espíritu de Carlos a la figura del ave.

-Ja, ja, ja -rio triunfante el loro a través del cuerpo de Carlos-. ¡Humano necio! Solo necesitaba que leyeras el hechizo para intercambiar nuestros cuerpos y, así, poder ser libre. No podía salir de este infecto agujero hasta que alguien ocupara mi lugar. Ahora, gracias a ti y a tu codicia, por fin puedo escapar.

Carlos quiso protestar, pero antes de que pudiera articular una sola palabra, el ser que había poseído su cuerpo arrancó la esmeralda del pecho de la estatua en que el arqueólogo estaba atrapado, dejándole paralizado. Entonces, el diabólico ser abandonó la sala y salió a la superficie con su nuevo cuerpo y el libro debajo de un brazo, dispuesto a lanzarlo a las aguas de un río cercano.