IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

La hoja amarilla

Beatriz Galicia, 16 años

                   Colegio Alcazarén (Valladolid)  

Paseaba por el camino del parque. Me sentía viejo y solitario.

Contemplé un hermoso atardecer mientras las hojas de los árboles caían, bailando al viento. Mis ojos grises contenían la emoción por los recuerdos me embargaban el alma. Allí mismo corrí y jugué gracias a mi abuelo, que cada tarde me traía al parque aunque estuviera cansado.

A los ocho años, le pregunté:

-Abuelo, tú siempre sonríes. ¿Por qué entonces hay abuelos que se enfadan con sus nietos?

Sonrió. Acomodándose en el banco, tomó una hoja amarilla del suelo y otra marrón ya seca.

-Dime, ¿cuál de las dos hojas es más bonita?

-La amarilla –contesté sin dudarlo.

-Nuestra vida empieza como una hoja; al principio es verde y pequeña, como tú. Después, cuando eres joven, te salen flores hermosas. Y cuando llega el final, las hojas cambian, como las personas.

-Lo entiendo, pero ¿por qué hay abue…?

-No seas impaciente –le interrumpió-. Las personas somos como una hoja: cuando somos malas o hacemos lo que no tenemos que hacer, nuestro alma se vuelve fea y arrugada. Además, el mal molesta y mancha a los demás. –Se desprendió de la hoja marrón y me puso delante la amarilla, para que me fijara en ella-. Esta hoja es como las personas que siguen sus obligaciones, las que siempre sonríen a pesar de los sufrimientos. Cuando caen del árbol, crean un paisaje hermoso, porque su color refleja la luz del sol.

No entendí lo que me quería decir, pero desde entonces quise ser como la hoja amarilla.

<<Reflejan la luz del sol>>…, seguí pensando aquellas palabras que hacía tanto tiempo me había dicho mi abuelo. Yo no he sido un hombre ejemplar. He sufrido tanto que no me pesó devolver mis sufrimientos a los demás, creando en mi entorno un ambiente viciado. Es decir, no he conseguido ser la hoja amarilla que tanto deseaba de pequeño.

Me brotó una lágrima de arrepentimiento. Deseé ser una buena persona. A veces los hombres nos torcemos.

Los últimos rayos de sol se reflejaron en una hoja que caía delante de mí. Era de color miel y bailaba alegremente. Sonreí. Cuando se apoyó en el suelo, sentí que las demás hojas caídas se volvían amarillas. Asombrado, volví la cabeza para buscar a alguien con quien compartir aquella asombrosa escena. Vi a un hombre joven y feliz que me alargaba la mano. Tenía una sonrisa familiar, como la de mi abuelo.