IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

La invitación

Paula Maher, 15 años

                 Colegio Montealto (Madrid)  

Las notas del piano se propagaron por la habitación, rompiendo ataduras, liberando sentimientos, como una onda expansiva.

Con el soberbio tintineo de las cucharillas de té y el carraspeo nervioso de la tía Ethel como acompañamiento, la joven pianista dibujó una melodía que estremeció los límites de la realidad, adentrando a los asistentes de la pequeña celebración en el misterioso laberinto de sus pensamientos.

Algo de aquella música empujó a George a pedirle la mano a Margaret en matrimonio; provocó el llanto de la abuela y entrelazó las manos del señor y la señora Taylor, que habían tenido una pequeña desavenencia aquella misma tarde.

Sin embargo, hubo alguien que pasó por alto la pieza, ejecutada de forma magistral, para centrar su atención en los delicados dedos que pulsaban las teclas. Se trataba del señor Salisbury. Con un cigarrillo entre los labios, aguardó impaciente el momento que finalizó la música, dispuesto a averiguar el nombre de aquella misteriosa debutante que no sólo se había presentado de improviso en su fiesta de cumpleaños, sino que además osaba mostrarse indiferente a sus masculinos encantos.

Las razones por las que la dama se encontraba allí en aquel preciso momento, eran perfectamente justificables. Su madrina, Ethel Harris, tía del atractivo señor Salisbury, le había invitado a unirse a la fiesta con el propósito de deslumbrar a su elitista círculo de amistades.

La anciana tía observaba con placer cómo su plan se cumplía con la rapidez de un chasquido de dedos. Por otra parte, su queridísimo sobrino observaba embelesado el recorrido de las manos de la joven.

La popularidad de la que gozaba el señor Salisbury por todo Londres, le convertía en el acompañante ideal para cualquier acontecimiento social. La vieja dama pretendía aprovecharse de ello para ayudar a su ahijada en un rápido ascenso social.

La pieza finalizó y se rompió el encantamiento. Los elegantes invitados bajaron forzosamente en la realidad, con la magia aún pintada en sus miradas. Enseguida rompieron en un torrente de aplausos.

Cuando el grupo se disolvió para conversar acerca del estado de las carreteras o sobre los cambios de tiempo, el anfitrión se separó de la abuela, que le acababa de mencionar la belleza de su ahijada.

Salisbury se dirigió hacia la dama en cuestión, que no se había separado del piano, apabullada después de haberse convertido en el punto de mira de todas aquellas personas. Al advertir la presencia del señor Salisbury, compuso una tímida sonrisa, retorciendo las manos en el regazo. Mientras tanto, él encendió con dedos expertos un nuevo cigarrillo, se lo colocó entre los labios, y con las manos firmemente hundidas en los bolsillos de sus pantalones, le preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Emma.

-Emma… -repitió él, con aire soñador, repasando las hermosas líneas del rostro de la joven, sus cejas elegantes, la nariz respingona y los labios carnosos. Le gustó su peinado: llevaba recogido el pelo oscuro y ondulado.

Tomó una profunda calada de su cigarrillo y prosiguió:

-¿Te gustaría acompañarme a la fiesta de Año Nuevo de los Weston?

-No creo haber sido invitada -admitió ella avergonzada.

Salisbury, asomándose al interior de sus ojos, contestó con una media sonrisa:

-Estoy seguro de que puedo conseguirte una invitación. De ser así… ¿vendrías?

-Será un placer.

Desde su sillón junto al fuego, la tía Ethel contuvo un carraspeo cuando vio a su sobrino tomar la mano de Emma. A continuación, la vieja dama escondió una sonrisa de triunfo en el último sorbo de su taza de té.