XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

La mata de ortigas 

Miguel Navarro, 14 años

Colegio Tabladilla (Sevilla)

El día era frío y lo acompañaba un potente vendaval. Jaime se había escondido detrás de un arbusto, dispuesto a acechar su próxima presa. Era un ladrón tironero, y creía que no le quedaba otro remedio que dedicarse al robo a señoras inocentes y desarmadas si es que quería llevarse algo a la boca, dado que detestaba los comedores sociales. 

Se ajustó unos prismáticos para ver con claridad la cantidad de dinero que una mujer iba a sacar del cajero automático, que se encontraba al otro lado del parque. Contó dos billetes de veinte y otro de diez.

<<Cincuenta euros… No está mal>>, se dijo. <<Comeré durante una semana en un Taco bell>>.

Analizó el panorama: aunque la calle estaba desierta, había una comisaría no muy lejos del banco.

–Quien no arriesga no gana –trató de darse ánimos.

Guardó los prismáticos, abandonó el arbusto y se sentó en un poyete, procurando comportarse de manera natural, hasta que la mujer retiró el dinero. Entonces se le aproximó lentamente y la sorprendió por la espalda, para cubrirle la boca con una mano mientras ella forcejeaba en vano. Le quitó el bolso con facilidad y salió corriendo con el botín.

Al girar la esquina, Jaime se detuvo para abrirlo y comprobar su contenido. Había un papel al que no prestó atención: hizo con él una bola y lo dejó caer al fondo. También descubrió un teléfono, la cartera con los cincuenta euros y una tarjeta de crédito. Iba a sacar el dinero cuando se dio cuenta de que un policía había echado a correr hacia él desde la comisaría. Tan rápido como pudo, metió el bolso en su mochila y salió a escape. Para despistar al agente, entró en un bar atestado, se adentró todo lo que pudo y se sentó en una mesa. Mientras recuperaba el resuello, escuchó una voz infantil:

–Señor, está sentado encima de Orejitas.

Se trataba de una niña de cinco años, que le miraba haciendo pucheros. Jaime se levantó y comprobó que había aplastado a un conejo de peluche. Cuando lo recogió, le asaltó un repentino recuerdo de su infancia.

–Lo siento, niña. Toma; es muy blandito.

La niña abrazó su juguete.

–Gracias.

–¿Estás sola?

–Mi madre ha ido a sacar dinero a un cajero, porque me va a llevar al parque de atracciones. Sin que se entere, le he hecho un dibujo en el cole –le confesó con candor–. No se lo digas, pero antes de que saliera del bar se lo he metido en el bolso.

A Jaime el alma se le cayó a los pies. Trató de esconder la mochila de la vista de la pequeña.

–Me voy al baño, ahora vuelvo –le dijo a la niña.

–Vale; no tardes.

Se encerró y abrió el bolso para desenvolver el papel. En efecto, era un dibujo infantil. En una esquina se leía: <<Te quiero mucho, mamá>>. En un momento sintió que la conciencia se le activaba y que, por fin, se había librado de la mata de ortigas que arañaba su corazón desde hacía años.

Al salir del baño observó una escena terrible: un borracho había agarrado una de las patas del peluche y lo zarandeaba. Sin pensárselo dos veces, Jaime le asestó un puñetazo en la barriga y le arrancó al muñeco. Acto seguido tomó de la mano a la niña, que había roto a llorar, y salió con ella a la calle.

–Toma tu peluche –le entregó a Orejitas– y quédate con esta mochila. No la abras hasta que llegué tu madre .

Mientras tanto, el agente de policía se había unido a la mujer, con la que siguió la ruta del delincuente, que les condujo al bar

–¡Mi niña! –la mujer alzó los brazos.

–Un hombre me ha ayudado a salir a la calle. Salvó a Orejitas y me ha dado esto para ti.

La mujer tomó la mochila con aprensión, la abrió y sacó su bolso.

–Está todo –comentó sorprendida–. No se ha llevado ni un euro.

–¿Por dónde dices que se ha ido? –inquirió el policía.

La niña señaló hacia el fondo de la calle. Se trataba de un callejón. Un callejón vacío.

–Me temo, señora, que hemos llegado tarde.

–No, agente. Tengo el bolso, el dinero y a mi hija. Algo habrá sucedido para que el ladrón se enmendara.