IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

La mensajera

Marta Osuna, 14 años

                  Colegio Monaíta (Granada)  

Aquella tarde el sol quedó cubierto por un inmenso manto de nubes negras. El aire frío y húmedo azotaba la ciudad y los pájaros ya no piaban; se habían refugiado en los árboles, a la espera de que pasase el temporal. Hasta Mérida presentía la tormenta.

Mientras se sorbía la nariz, ajustó bien su largo abrigo marrón a la cintura y se colocó la bufanda, casi tan blanca como la nieve que cubría las calles. Sus manos, resguardadas en unos guantes de lana, quedaron camufladas en los bolsillos. Rezó para que no lloviera ni nevara, pues se había dejado el paraguas en casa.

Iba de camino al cementerio, como hacía al final de cada mes. Sus padres lo sabían, pero no solían acompañarla, pues estaban cansados de llorar.

Cuando Mérida entró en el camposanto, se detuvo durante unos instantes y cerró los ojos. Al volverlos a abrir, una mirada tierna y una sonrisa iluminaban su cara.

Dio un rodeo por las distintas tumbas, imaginándose a las personas que se encontraban bajo aquellas lápidas: qué cosas buenas habrían hecho, qué lecciones el mundo habría aprendido de ellas… Entre pensamiento y pensamiento, llegó a su destino.

Un manto de nieve cubría parte de la tumba. Con aire respetuoso, Mérida se arrodilló la apartó para leer la leyenda grabada en la lápida: “Aquí yace Daniel, que falleció el día 25 de diciembre en un accidente de tráfico. 1996-2009”. Acarició con las yemas de los dedos el nombre, Daniel, y sonrió aguantándose las lágrimas.

Mérida echó una ojeada a su alrededor. No había mucha gente y no era de extrañar: el tiempo no ayudaba. Fue entonces cuando se percató de la presencia del jardinero.

- Hola Mérida –le saludó-. ¿Cómo está tu abuela?

Aquel hombre y la abuela de la chica se conocían de la infancia. Casi todos los meses, en ese mismo lugar, se detenían a hablar, haciéndose compañía mutua, probablemente porque a ambos les asustaba la soledad.

-Hola –le respondió Mérida-. Está muy bien, gracias. ¿Qué hace por aquí? No creo que en invierno tenga mucho trabajo…

-¿Acaso no puedo visitar a mis fieles difuntos?

Mérida sonrió avergonzada y ambos se quedaron en silencio, observando la lápida de Daniel.

-Hace un tiempo de perros, Mérida. ¿Por qué sigues viniendo cada mes? -le preguntó.

-Bueno… Me gusta hablar con él, ya sabe, contarle las novedades del mundo… Estoy segura de que Daniel está al corriente de todo lo que pasa, pero es que a él le gustaba cuando yo le contaba cosas, Supongo que ahora soy como su mensajera -explicó con un toque de nostalgia.

-Entiendo –carraspeó el jardinero-. Supongo que él estará mejor allí. Me explico: adultos que se comportan como niños, jóvenes que quieren ser adultos, niños a los que no saben educar y gente que, por unos motivos u otros, no tienen nada… Daniel ya no sufre nada de eso. En el Cielo se encuentra en la felicidad plena.

Mérida suspiró.

-En eso confío… -un recuerdo abordó su mente y tuvo que reprimir las ganas de llorar-. En todo caso, estoy segura de que sigue existiendo esa clase de personas que nunca te abandonarían, por muchas riquezas, placeres, entretenimientos, facilidades que haya; que te valorarán por encima de todo, que hasta darían su vida por ti porque lo único que saben es amar…-Hizo una pausa-. Me lo dijo Daniel -Mérida señaló la lápida-, y pareceré estúpida, pero he llegado a creer en sus palabras.

El jardinero se quedó meditabundo.

-Tal vez tuviera razón… Pero si existen, ¿por qué no se nota? –su pregunta quedó flotando en el aire.

-Nosotros podemos –le respondió Mérida-. Nos damos cuenta. Y estoy segura de que no somos los únicos que deseen que el mundo cambie, empezando por nosotros mismos.

El jardinero pensó en su cuerpo, cansado por los años; en su memoria, que cada vez fallaba más a menudo; en sus dificultades económicas; en que cada vez le quedaban menos amigos con vida… ¿Cómo lograría cambiar su entorno cuando, en realidad, apenas le quedaba nada? Entonces observó los nichos y las tumbas, hasta llegar a la lápida de Daniel. Luego miró a Mérida, tan joven e ingenua. Aunque no tuviera mucho tiempo, le sobraban razones por las que seguir adelante.

-Lo conseguirás Mérida… Nunca he estado tan seguro de algo.

Mérida rio. Fue entonces cuando notaron algo húmedo en las manos y en la cabeza… Había comenzado a nevar.