IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

La mina de plata

Alejandro López Mollinedo, 15 años

                    Colegio Altocastillo (Jaén)  

Cerró bruscamente la puerta. Hacía mucho frío. Una voz femenina gritó:

-¡Iván, vuelve aquí!

Pero éste no contestó. Dejó atrás su casa. Llevaba demasiado tiempo soportando la vida sin su padre, y aguantando a un hermano mayor que no había sido capaz de sacar la familia adelante y que robaba a su madre para comprar cocaína.

Cuando su hogar se perdió tras un recodo, profirió un grito para liberar la furia que quemaba su corazón. Entonces notó que un perro le relamía la mano. Dobby lo miraba como si entendiera lo que le sucedía a su dueño. Iván refunfuñó; tendría que llevarlo de vuelta a casa. Se tocó un morado en el rostro y recordó cómo su hermano se mofaba en él después de haberle propinado un puñetazo. <<¿Volver…?>>. Dio media vuelta y, junto a su perro, reinició la caminata.

Comenzó a llover intensamente. Iván tuvo que guarecerse bajo un roble. Se sentó e hizo un hueco a Dobby. <<Quizás Martín se haya enterado de que me he escapado>>. Comenzó a mirar los alrededores, asegurándose de que nadie lo estaba siguiendo. Temía que los amigos de su hermano lo encontraran. Descubrió las ruinas de varios edificios, uno de ellos de altura considerable. Dedujo que aquellas construcciones, ocultas bajo una densa capa de hiedra, eran las antiguas minas de plata. Aún recordaba el humo que vomitaban las chimeneas, el bullicio de los mineros, a su padre saludándolo al salir del yacimiento… Enjugándose las lágrimas, miró a Dobby y le entraron ganas de acercarse a las ruinas para caminar sobre los raíles por las que avanzaban las vagonetas en las que viajaba su padre. Olvidó que seguía lloviendo y se levantó. Seguido por el perro, se adentró en la mina.

Saltó la verja que la rodeaba y llegó a lo que en un pasado había sido un barracón. Las vigas de madera casi no se distinguían entre el musgo. Los que recogieron los escombros no se esmeraron demasiado, pues podían verse fragmentos de fotografías que, seguro, pertenecieron a los trabajadores; imágenes de familia, de personas que no tendrían su sitio vacío en la mesa si no hubiese sido por la explosión. Iván se impresionó. Pensó que él no era el único que lo estaba pasando mal. Cuando alzó la vista, Dobby comenzó a ladrar.

-¡Cogedlo! Está ahí… Rápido, que no escape.

Iván comenzó a correr. Tenía que salir de allí. Su hermano había mandado a sus esbirros para cogerlo. Dobby volvió a ladrar, aunque esta vez a los restos de una de las chimeneas.

-Dobby, ¿a quién ladras?

El perro se había adentrado en las ruinas. Iván sabía que si lo seguía, terminarían por atraparle, pero que si echaba a correr, lo atraparían por igual y, además, perdería a su único amigo.

-Dobby… -lo llamó desde la boca de la mina.

La boca era tan oscura que parecía interminable. Creyó que el perro se habría caído por una sima. Iba a echarse a llorar cuando, cerca de él, vio un orificio que salía de una de las rocas sobre las que se había construido la mina. Se acercó y contempló cómo el agujero que llevaba al fondo de la boca era lo suficientemente grande como para que Dobby cupiera. Sin embargo, Iván no podía pasar por allí, por lo que empezó a buscar la manera de llegar ahí abajo. Comenzó a dar vueltas alrededor de la boca y finalmente encontró una escala que colgaba hacia el vacío. Se preguntó qué hacía una escala de cuerda en una mina abandonada. Pero no había tiempo para preguntas.

Empezó a bajar las escaleras. Escuchaba cada vez más cerca los gritos de los sicarios de su hermano. Cuando llegó al final, entró por un pasillo estrecho. Al final había un pequeño hilo de luz, que parecía salir de una habitación. <<Dobby tiene que estar allí>>.

Cuando llegó a la puerta se volvió: los primeros amigos de Martín empezaban a entrar por el corredor. Cerró entonces el portón con todas sus fuerzas. Dobby se había echado en un rincón de la habitación, pero no era el único que se encontraba en aquel lugar. Iván preguntó:

-¿Hola?... Vamos, muéstrate.

Nadie contestó. Esto hizo que Iván se acercara con un palo al cuerpo encogido de un extraño. Iba a tocarle con la vara cuando aquella persona se dio la vuelta. Iván dejó caer el palo. Las piernas le temblaban y se le había helado el corazón.

-¿Papá? –preguntó con voz entrecortada.