IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

La mirada de la abuela Julia

Almudena Molina, 16 años

                 Colegio Senara (Madrid)  

Entré en la habitación. Hacía ocho años que lo hacía. El picaporte estaba polvoriento y la caoba de los armarios ligeramente tiznada de suciedad. Las cortinas impedían que entrara cualquier atisbo de luz. En la repisa, había un joyero que guardaba un collar de perlas. Delante del cofrecito, había fotos de mis abuelos.

Todo estaba tal cual lo había dejado hace tiempo.

Seguí el recorrido y me encontré con una colcha rasposa de floripondios, propio de una casa de abuela. En la mesilla de noche estaban sus gafas, aquellas que dejó de utilizar cuando una de las lentes se resquebrajó. Ella se empeñó en guardarlas de recuerdo.

Me las puse, aunque les faltaba un cristal. La pasta era gorda, como de carey. El único cristal que le quedaba, era bastante grueso: se podría decir que mi abuela a penas veía sin ellas. La alta graduación me mareó a través de un ojo, mientras que el otro pedía socorro dando vueltas por toda la esclerótica. Entonces comencé a imaginarme todo lo que esas gafas habían visto: bodas, nacimientos (en concreto, el mío), muertes, el crecer de los chiquillos, puestas de sol, sonrisas, lágrimas, adolescentes peliagudos, montañas, lunas llenas, cementerios… Las imágenes pasaban una a una por mi cabeza, como si yo lo hubiera vivido, como si esos recuerdos fueran míos.

Estás gafas han visto demasiado, pero ya no verán más pensé por mis adentros. Ya no serían más que un cristal de recuerdos de mi abuela Julia. Ella había muerto y yo no había sido capaz, en ocho años, de coger el coche y venir a visitarla ¡Qué mala nieta había sido! En cambio, sus tarjetas de navidad y felicitaciones de cumpleaños nunca habían faltado. Pero ya era tarde; ella se había ido para no volver. Sólo quedaban sus gafas, que tantas aventuras habían vivido junto a ella. Y su casa, que me la había dejado en herencia ¡Hasta después de muerta se había acordado de mí! Nadie había tenido nunca un detalle así conmigo, ni siquiera aquellas compañeras de la infancia con las que juré amistad eterna.

Mi abuela Julia sabía que algún día volvería a su casa. Ahí me tenía, probándome unas gafas de cristal para ver el mundo con su mirada.