XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

La perorata del viejo 

Blanca Alonso, 17 años

Colegio La Vall (Barcelona)

Carmina suspiró, resignada, con la perorata del viejo de fondo. A las cinco se había subido al tren, que tardaría cuatro horas en llevarla a casa. Durante las dos primeras había alternado una película con el paisaje que volaba del otro lado de la ventana. Cuando se cansó de permanecer sentada, decidió salir al pasillo para hablar con sus amigas y, de paso, estirar las piernas. En cuanto las encontró, tras saludarlas, una mano temblorosa le aferró del brazo.

– ¿Ana? –le asaltó un anciano con un brillo de esperanza en la mirada.

– No. Lo lamento, pero se equivoca –trató de zafarse de su agarre.

–¿Estás segura? –pareció decepcionado–. Te pareces mucho a ella. El cabello dorado y rizado, esa sonrisa ruborizada…

Le soltó el brazo, y empezó a explicar quién era Ana Zamera y qué relación guardaba con él. Carmina, no obstante, tenía la mente ocupada con diferentes pensamientos; en absoluto le interesaba la vida de aquel hombre ni lo que contaba de aquella tal Ana. Además, hablaba a susurros, lo que dificultaba comprenderlo.

–¿Me entiendes? –le preguntó el hombre.

Carmina se dio cuenta de que no tenía escapatoria, así que comenzó a poner atención a lo que le decía. Se percató de cómo le mudaba el semblante, de la angustia a la felicidad, cuando hablaba de Ana Zamera, y se preguntó por qué no lo acompañaba en aquel momento.

Tan pronto como el hombre le explicó que a los treinta años perdió el equilibrio en una construcción y que, al frenar la caída con la cabeza, se rompió el cráneo contra un muro, ella no pudo más que meterse de lleno en la historia. Según le dijo, pasó diez años en un hospital. En aquel largo período se vio abandonado a la soledad, pues la que iba a convertirse en su mujer se había casado con otro, y su familia y amigos se fueron distanciado de él, para no mantener relación con alguien que sufría una deficiencia mental sobrevenida. Al recuperarse consiguió un empleo, y con su primer sueldo se pagó el viaje a la casa familiar. Allí descubrió que algunos de sus parientes habían fallecido, y que casi todos sus hermanos se habían casado. Uno se había marchado a vivir a Granada, otro a Galicia, otro más a Sevilla y un par de ellos a otros rincones de Europa. 

Él no llegó a casarse nunca, y se dedicaba a viajar con la excusa de visitar a su numerosa familia. No obstante, notaba que no le recibían con verdadero interés, así que aquellas visitas le hacían sentir melancolía.

Pese al mal comienzo, Carmina le hizo numerosas preguntas.

–Próxima parada, Barcelona–Sants –escuchó la voz enlatada que anunciaba la llegada a su destino.

–Perdone, señor. Lamento tener que interrumpirle, pero esta es mi estación. Me encantaría poder continuar para que acabe de contarme su historia, pero he de bajar.

–No te preocupes en absoluto. Es más… gracias, muchacha. Me has hecho sentir con cuarenta años menos, cuando a nadie le importaba conversar conmigo porque no había cicatriz que me distanciara del resto de la humanidad –. La sonrisa con la que esbozó sus palabras le llegó hasta los ojos, pronunciando, además, los pliegues que le recorrían el rostro.

Carmina se enterneció y no pudo reprimirse:

–Que Dios lo bendiga. Espero que disfrute con plenitud en compañía de los suyos, y que comprendan de una vez que es usted una persona maravillosa. 

Se despidieron con la mano y bajó de un salto al andén. Llena de felicidad, se dirigió a la salida de la estación. Haber escuchado al anciano sin pedir nada a cambio le había enriquecido; haber dedicado la mayor parte del trayecto a otra persona, sin pensar en ella misma; haber centrando toda su atención en alguien que necesitaba ser escuchado…  Carmina comprendió que darse a los demás colma el alma. Sonrió y tomó un taxi.