XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

La ramita del olivo 

Javier Monmeneu, 17 años

Colegio el Vedat (Valencia)

Cabe a la abierta ventana,

sin temor al crudo frío;

fijos sus lánguidos ojos

en el espacio infinito,

de vez en vez la doncella

lanza un profundo suspiro,

que partió para la guerra

el dueño de su cariño.

De vuelta a casa, Macarena observaba, agotada, los interminables campos de olivo que envolvían la periferia del pueblo. Todo aquello pertenecía al cortijo en el que trabajaba. Había acabado su jornada, que había sido corta, mas no lo suficiente como para poder asistir a la escuela con sus amigos.

Era la más joven de cinco hermanos. Desde que los varones se marcharon al frente, Macarena tuvo que ponerse a trabajar para ayudar con un jornal a sus padres.

Llegó a su casa, un viejo caserío aislado, sin vecinos. Su madre acababa de hacer la comida, un puchero parco en ingredientes: caldo con papas. No esperó a que llegara su padre, pues estaba hambrienta y él aún pasaría un par de horas en la cantina. Una vez tomó la última cucharada, recogió la mesa, salvo el plato para su padre, y se puso de camino hacia la plaza del pueblo, donde esperaba encontrarse con alguno de sus amigos. En la lejanía vio a un joven desaliñado. Era Manuel, que entretenía las horas con la única compañía de un balón.

—¿Como andas, Manuel? —le saludó la niña.

—Ahí vamos. Y tú ¿qué? ¿No te cansarás en los olivares? —preguntó con tono burlón.

Macarena esbozó una mala cara, pues era una de las pocas niñas del lugar que no acudía a la escuela, lo que provocaba la burla de muchos chavales. Manuel, que era buen amigo suyo y la conocía desde hacía años, reparó en su descontento:

—Anda que eres más lacia que un choco. Ya sabes que me encanta decir patochás —afirmó, tratando de excusarse, aunque Macarena seguía malhumorada—. Déjame invitarte a merendar, perita.

Entraron al villorrio y pasaron a través de las calles en las que, en Semana Santa, solían colgar adornos de colores y por las que pasaban las bandas de música que enriquecían las procesiones. Tras el comienzo de la guerra, aquello pasó a segundo plano. A nadie parecía importarle. Macarena se preguntaba por qué los mayores ya no querían celebrar las fiestas.

Un sonido seco, un disparo, hendió sus pensamientos. Siguiendo al resto de los vecinos, echó a correr junto a Manuel hacia el origen del estrépito. Al girar una esquina se encontraron con un hombre muerto a la puerta de la cantina. La gente se quedó pasmada, contemplando al difunto mientras los pistoleros huían del lugar.

Las miradas apuntaron a Macarena, pues el hombre asesinado era su padre. El rostro de la niña quedó albo, congelado de pena y miedo. Se echó al suelo y rompió a llorar. Los consuelos de sus vecinos tan solo le recordaron que aquello era lo normal, el día a día de la guerra, como si el sufrimiento ajeno fuera a aliviar el suyo propio.

Y allí la noción del tiempo

sin darse cuenta ha perdido,

esperando la paloma

que prendida de su pico,

traiga cual anuncio de paz

la ramita del olivo.