XIX Edición
Curso 2022 - 2023
Lágrimas Negras
Inés García Pescador, 16 años
Colegio Esclavas de Cristo Rey (Madrid)
Durante su viaje, Miguel Matamoros soñaba despierto con lo que podría depararle aquella estancia en la capital dominicana. El cantautor cubano se imaginaba a sí mismo caminando de nuevo por las calles adoquinadas de la ciudad, visitando la Plaza de España y relajándose en una de las playas de la isla. Necesitaba encontrar unos días de paz con los que retomar, con renovadas fuerzas, su carrera musical.
Al arribar al puerto, el reloj marcaba las nueve de la noche. Miguel decidió aplazar sus planes hasta el día siguiente. Se encaminó al hostal, en donde la regente, doña Luz Sardana, lo recibió con un cálido abrazo.
–Miguelito, siéntate a la mesa o se te enfriará el chicharrón –le apremió la mujer.
Antes, Miguel dejó su equipaje en la habitación treinta y tres, la misma que reservaba desde que comenzó a acudir a Santo Domingo, en 1918, once años atrás. Mientras colocaba su guitarra sobre una silla, le pareció que una mujer lloraba en la habitación contigua.
–¿Todo bien por ahí, hijito? –inquirió doña Luz desde el umbral de la puerta.
El joven cubano salió apresurado.
–Sí, descuide.
Durante la cena, el artista se interesó por la marcha del establecimiento de doña Luz, así como por los hijos de esta, de los que era amigo desde la infancia. Cuando la regente le servía un poco de aguardiente, Miguel se atrevió a preguntarle por la mujer que se hospedaba en la habitación treinta y cuatro.
–Llegó hará una semana –entornó los párpados–, y desde entonces no ha salido de acá. El señor Remigio habló con ella la madrugada pasada. Pobre chica... Le confesó que su marido la había abandonado por otra joven.
Miguel asintió con la cabeza algo entristecido.
–Bueno, señora, estoy agotado.
Se despidió de doña Luz y se marchó a dormir.
La habitación del cantautor se encontraba en completo silencio. Como hacía un calor sofocante, dejó entreabierta la ventana que daba al balcón y se metió en la cama, repasando sus planes para la mañana siguiente.
Alrededor de las cuatro de la madrugada, le volvió a sobresaltar un estrepitoso llanto femenino. Esperó un rato a ver si su vecina se tranquilizaba, pero como aquella demostración de tristeza parecía no tener fin, aproximó la oreja a la pared que los separaba, con la intención de escuchar con claridad. Pero justo en ese momento, se hizo el silencio.
De seguido, la sombra de la muchacha se dibujó en su balcón. Desde la cama, Miguel contempló cómo la luna se reflejaba en las lágrimas que caían por su rostro, pálido como la nieve y bello como las estrellas.
Intrigado, Miguel se puso en pie y se quedó detrás de los visillos de su alcoba. Cuando alargó la mano para retirarlos y avanzar también al balcón, la mujer había desaparecido. Únicamente se escuchaba el soplo de la brisa nocturna y el rumor de las olas.
Amaneció aturdido, tumbado en el suelo de su cuarto. Tenía vagos recuerdos de lo que le había ocurrido aquella madrugada. Todo pasó muy rápido y de manera confusa, como en un sueño. Al desperezarse dudó si debía acercarse a conversar con la desconocida, para darle algún consuelo. Tras meditarlo, decidió ayudarla con su música.
Un año después, el Trío Matamoros, el grupo musical que lideraba Miguel, regaló al pueblo cubano uno de sus más célebres boleros. El protagonista de la historia, no volvió a saber nada de la desconsolada mujer, a la que recordaba cada vez que hacía cantar a su guitarra, acompañada con sinceros versos:
<<Y lloro sin que tú sepas
que el llanto mío
tiene lágrimas negras,
tiene lágrimas negras como mi vida>>.