XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Las cartas 

Alejandro Quintana, 18 años

Colegio Mulhacén (Granada)

Julián dejó caer su móvil al suelo. Lo que acababa de leer en el periódico consiguió dejarlo paralizado: 

<<Anoche, la policía logró identificar el misterioso cuerpo de la mujer que, la semana pasada, apareció muerta debajo de un puente >>. 

Sus pulsaciones se aceleraron y rompió a sudar. Presa del pánico, empezó a dar vueltas alrededor del salón. 

–Tienes que calmarte Juli –le dijo un hombre que se encontraba sentado en un sofá. 

–¿Cómo pretendes que me calme, Juan? –le respondió sin detener sus pasos–. Si la han identificado, es cuestión de tiempo que nos encuentren. ¡Por qué tuviste que hacerlo!

Juan le levantó del sofá, se acercó a él y le puso las manos en los hombros. 

–Fue para protegerte –le habló con una voz tranquila, distinta a la tensión de su mirada–. Tardarán varias semanas en darse cuenta de que hemos sido nosotros, y para entonces estaremos en otra parte del globo –suspiró–. Empieza a preparar las maletas. 

Julián asintió, dispuesto a acatar la orden, cuando alguien llamó a la puerta.

–Julián Vaeros, abra –ordenó un hombre–. ¡Policía!

–¡Larguémonos por la escalera de incendios! –exclamó Juan. 

Al intentar huir, Julián tropezó con la alfombra y se golpeó en la cabeza con la esquina de una mesa. En ese momento, todo se le volvió negro. 

Cuando recobró la conciencia, entre un dolor de cabeza insoportable, percibió un halo de luz. Fue a mover las manos y no pudo, ya que las tenía esposadas a una cama de hospital. 

–Por fin se despierta –dijo un hombre de mediana edad, sentado en una silla frente a la cama –. Perdone que no me haya presentado; soy Miguel Muñoz, detective de homicidios. Fui yo quien llamó a su puerta –guardó unos momentos de silencio–. Supongo que sabe por qué estoy aquí.

–Así es, detective. Por el asesinato de mi mujer, Carla Trapos –confesó Julián–. Pero el asesino es Juan Olivares, mi mejor amigo. Verá, llamé a Juan hace unas semanas porque me preocupaba un asunto de mi esposa. Él me dijo que se encargaría, pero nunca llegué a imaginarme que hablara en un sentido literal. 

–¿Cuál era ese asunto que le preocupaba? –le preguntó el inspector a modo de interrogatorio. 

–Encontré unas cartas en la mesa del salón cuando ella no estaba. Eran cartas de amor, escritas por otra persona. Al no saber qué hacer, hablé con Juan. El resto, usted ya lo conoce –. Hizo una pausa y preguntó:– Lo atraparon cuando entraron en mi casa, ¿no es así? 

–¿A Juan?

–Sí, claro.

El detective cambió en ese momento su expresión serena por otra de desconcierto. Abrió lo que parecía un expediente, al que echó una ojeada, y después le miró de hito en hito. 

–Señor Vaeros, en su expediente no figura ningún conocido suyo con ese nombre. Es más, no aparece usted como casado. 

Julián parecía desconcertado. 

–Entonces... ¿Qué información hay en los registros sobre mí? 

–Pues, además de sus datos personales, aquí figura que fue paciente de un centro psiquiátrico, en el que estuvo internado durante dos años a causa de un brote psicótico, causado por un trastorno de esquizofrenia paranoide –elevó las cejas–. Mire, a su cargo tenía asignada a una enfermera, Clara Pastor; esta mujer era la desconocida que apareció sin vida en el puente. 

–No puede ser –tartamudeó Julián, asustado–. Mi mujer es enfermera; debe de haber un fallo en el registro. Si analizan mi teléfono móvil y mi apartamento, encontrarán el número de Juan y las cartas de amor a mi esposa. 

–Ya lo hemos hecho, señor Vaeros –le anunció el detective–. Es cierto que en su apartamento había cartas, pero no de amor, como usted señala, sino de felicitación del hospital hacia Clara Pastor por el excelente cumplimiento de su trabajo profesional. Además, si pregunta por su móvil, los técnicos lo inspeccionaron a fondo y hallaron muchos contactos, pero ninguno con el nombre que ha dicho.

El detenido no supo reaccionar, asaltado por recuerdos confusos. 

–Entiendo su situación y me entristece de veras –prosiguió Miguel Muñoz–. Me temo que debió sufrir otro brote. Quiero decir que desarrolló una vida ficticia, en la que usted estaba casado y tenía ese "mejor amigo". Por eso confundió las cartas del hospital por otras de amor, y acabó con la vida de su enfermera. Además, si analiza bien los nombres que ha dicho, comprobará que no son más que anagramas de su propio nombre y el de su enfermera. 

Aquellas noticias fueron el golpe definitivo para Julián.

–Está detenido.

Se aceleró su ritmo cardíaco y forcejeó, intentando librarse de las esposas. La alarma del monitor cardíaco trajo consigo la aparición de varios enfermeros que lo sedaron.

Antes de cerrar los ojos, vislumbró una pareja abrazada que le miraba. Julián conocía a aquel hombre y aquella mujer, a quienes leyó los labios, que le decían:

–Buen viaje.