XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Laura 

Jorge de la Cal, 16 años

Colegio Peñalvento (Madrid)

Luis se despertó entre gritos y empapado en sudor. Al instante, dos enfermeras acudieron a ponerle un tranquilizante. Estaban acostumbradas a que aquel paciente sufriera pesadillas todas las noches.

Al día siguiente, después del almuerzo, le colocaron dos pastillas –una verde y una roja—junto al yogur. Durante los primeros días en el centro psiquiátrico, había sido reacio a tomárselas, pero desde hacía tiempo las esperaba con ansiedad, pues gracias a su efecto se quedaba relajado durante unas horas, hasta que, por la noche, en cuanto se quedaba dormido, revivía en sus sueños un amargo suceso:

–¿Cómo has podido hacerlo, Laura? No te lo perdonaré jamás. Era mi amigo. ¿Qué vamos a hacer ahora? Si la policía nos descubre, te llevarán a la cárcel.

–Relájate, Luis. Él quería separarnos, así que he hecho lo que tenía que hacer. Ahora, deja de lloriquear y ayúdame a esconder el cuerpo. Después, lávalo todo; no dejes ni una gota de sangre –replicó la muchacha con una voz fría y cortante.

De pronto, sonó el timbre.

–¡Policía! Abra la puerta de inmediato –ordenó alguien desde la calle.

–¡Demonios! Los vecinos han debido de dar la voz de alarma al escuchar los gritos de tu amigo –maldijo Laura.

Luis cogió el cadáver desde los pies, para arrastrarlo a una habitación, pero antes de poder esconderlo, la policía echó la puerta abajo.

–¡Arriba las manos! –ordenó el agente. 

–Esto no es lo que parece, puedo explicárselo –balbució Luis–. Fue ella. Yo no hice nada. Tiene que creerme... ¡Díselo, Laura! Dile que lo hiciste tú –le suplicó al borde del llanto, al tiempo que daba unos pasos hacia el policía.

El agente disparó de forma certera dos veces seguidas, provocando que Luis callera al suelo.

Abrió los ojos. Siempre despertaba en ese momento, cuando al recibir los balazos perdía la conciencia.

Tras aquel suceso, le habían internado en el centro psiquiátrico. En un principio, había insistido en su inocencia, pero tras largas sesiones con el doctor y un tratamiento experimental, acabó por aceptar su culpabilidad, así como que Laura era un producto de su imaginación.

Reflexionaba sobre el asunto en su cuarto cuando se abrió la puerta y entró una mujer joven, extremadamente delgada y de melena negra.

–¡Laura!– exclamó Luis entre extrañado y alegre–. Eres tú.

–Hola querido, ¿me añorabas? –le respondió la mujer.

–Pero, no eres real… y con las pastillas… no deberías… –estaba aturdido.

–¡Silencio! –le exigió enfadada–. ¿En serio crees que unas pastillas pueden separarnos? 

–Esto…

–Dime, ¿por qué las tomas? ¿Es que ya no te agrado?

–No tengo elección, Laura. Ellos me obligan. 

–Mira que eres idiota.

–Dime qué tengo que hacer para estar contigo, y lo haré, sea lo que sea, pero no me abandones.

–Muy bien, si así lo deseas, estaremos juntos por toda la eternidad; nadie nos volverá a separar –afirmó Laura.

Al día siguiente, una noticia resaltaba en los titulares de los periódicos: “Encuentran a un enfermo del psiquiátrico Ana Rosa, muerto en su habitación y con signos de estrangulamiento”.  Según había informado el centro, no se contemplaba la posibilidad de un suicidio, pero las cámaras de seguridad no habían grabado a nadie entrar en la habitación del paciente.

–¿No nos buscarán?– susurró Luis mientras caminaban por una calle atestada de gente que parecía ignorar la presencia de ambos.

–No te preocupes por ellos, ya no nos pueden ver, ni nos volverán a separar jamás– respondió Laura, a la vez que una sonrisa de satisfacción asomaba a su rostro–. Ahora, encaminémonos hacia nuestro nuevo hogar.