XII Edición
Curso 2015 - 2016
Lo que queda de la felicidad
Kai Sanmartín, 15 años
Colegio Ayalde (Bilbao)
Llovía. Las gotas caían sobre el castaño que estaba en el jardín. Hacía casi veinte minutos que Alejandro miraba por la ventana, con la mirada fija en la calle. Greta, su pequeña, todavía no había vuelto del colegio. Tal vez ni siquiera había terminado las clases.
Era su mujer la que se ocupaba de ir a buscarla a la escuela del pueblo. Él trabajaba en la ciudad y volvía siempre tarde a casa, en el coche gris de la empresa. Pero desde que le habían despedido, aquel automóvil tenía un nuevo propietario.
A veces conseguía darle un beso susurrado a su niña antes de irse a dormir, otras veces ni siquiera la veía.
No salía de casa desde el funeral de Marta, tres semanas antes, y tampoco tenía ganas de hacerlo. Era Greta, desde lo alto de sus nueve años, la que se ocupaba de todo.
Llovía, pero Alejandro decidió, con valentía, abrir la puerta y salir de casa.
No tenía un paraguas y no sabía dónde buscarlo. Se puso la capucha de su abrigo amarillo y salió dispuesto a salvar lo que todavía se podía salvar.
La lluvia, inicialmente, le fastidió. Llevaba gafas y nunca había soportado tener que limpiarlas con frecuencia. Se las quitó con un gesto irritado y se las metió en el bolsillo.
Caminaba a paso tranquilo y poco a poco empezó a sentirse más cómodo, como si el agua que caía del cielo lavase poco a poco su apatía. Era difícil vivir si la persona a la que amaba, sobre todo porque no estaba preparado para la soledad.
Los últimos años junto a ella habían sido tan felices, que no pensaron en la necesidad de reservar un poco de esa felicidad. Ahora, sin embargo, se había vuelto más ahorrador. Como Marta no iba a volver junto a ellos, tenía que ser fuerte y conservar toda la dicha posible para su niña.
A pesar de no llevar gafas, Alejandro pudo ver a Greta que corría, totalmente mojada, hacia sus brazos.