XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Los coroneles 

Javier Barba Luján, 14 años

Colegio de Fomento El Prado

–¿Falta mucho para llegar, mamá? —inquirió Pilar.

—Ten paciencia; aún tenemos que cruzar las montañas. —Cambiando de tema, Teresa le preguntó a Mariano:— ¿Crees que será verdad eso de que ha empezado una guerra?

—No lo sé, cariño. Por eso quiero volver a Madrid lo antes posible —le respondió.

Eran finales de julio de 1936. Regresaban a Madrid después de interrumpir las vacaciones y su coche subía por el puerto de Guadarrama. En la linde entre las provincias de Madrid y Segovia, se encontraron con tres coches de la policía. Mariano se detuvo y bajó la ventanilla:

—¿Algún problema, agente? —preguntó.

—No se puede pasar. La carretera está cerrada –le anunció—. ¿Me puede dar su cédula de identidad?

Mariano se la entregó. El policía observó la fotografía del documento y le miró.

–Les aconsejo que se den media vuelta y regresen por donde hayan venido.

Mariano maniobró para rehacer la misma carretera.

—¿Qué quería decir ese hombre? 

—Nada, hijo, nada… –trató de calmar a Manolito–. Que no podemos volver a Madrid. Pero mira qué suerte tenemos: pasaremos unos días más de vacaciones.

Llegaron a Ávila y se acomodaron en un piso del abuelo de Teresa, en uno de los edificios con soportales de la plaza del Mercado Grande. Poco a poco, se acostumbraron a una nueva vida. 

Los colegios habían cerrado, así que los padres de Manolo y Pilar contrataron a un profesor particular de nacionalidad alemana, que también les enseñaba su idioma, pues a los pocos meses del comienzo del conflicto, la presencia de alemanes en las calles se había hecho habitual, sobre todo de militares. Cuando Pilar bajaba a la plaza a comprar alguna golosina, observaba que entraban o salían de algún bar, donde fumaban puros y bebían cerveza.

Un sábado de noviembre, Teresa encontró en el buzón una carta dirigida a su marido. Subió las escaleras y se la entregó. Mariano sacó una carta y la empezó a leer:

«Desde el Ayuntamiento de Ávila y por sugerencia de la Legión Cóndor, les agradeceríamos que alojasen, durante el día, a los coroneles alemanes Werner Richtofen y Adolf Beckenbauer. Si la respuesta es afirmativa, tendrán que acudir con esta carta al Cuartel del Ejército, en la calle Duque de Alba, el lunes 9 a las doce del mediodía».

—¿Qué hacemos Mariano? —Teresa se había puesto nerviosa.

—Aceptar; no tenemos otra opción.

—Pero... ¿y los niños?

—Se acostumbrarán enseguida a ellos.

El lunes, dejaron a los pequeños con el profesor mientras ellos iban al cuartel. Allí les anunciaron que los coroneles alemanes llegarían en un par de días. Así fue. Mariano les cedió su despacho como puesto de mando. Instalaron unos aparatos que no habían visto hasta entonces, y poco a poco se fueron acostumbrando a aquellos tipos, que aparecían al mismo tiempo que el profesor, a las nueve, y volvían al cuartel a dormir, a las ocho de la tarde. Casi siempre comían en la plaza, y el único día que se tomaban libre era el domingo. De vez en cuando los oían discutir a gritos. Pilar comprendía algunas frases, como: «Necesitamos más refuerzos en el norte de Madrid». 

Movida por la curiosidad, la niña se coló en el despacho aprovechando que sus padres estaban en el banco y los alemanes no habían ido a la casa. Le sorprendió ver la habitación completamente transformada: habían puesto una alfombra roja en el suelo, la pared estaba cubierta con un papel con dibujos geométricos y había una mesa, de cristal, mucho más grande que el escritorio de su padre, con una pila de papeles sobre ella y un flexo. A la derecha de la puerta había varias cajas de cartón, y sobre ellas máquinas de escribir.

Había cinco mapas sobre la mesa, uno de ellos en el que aparecía toda Europa. Otros reproducían Alemania, la URSS, el Reino Unido y  España. Pilar observó este último, en el que se detallaba cada ciudad, montaña, río y aldea, y que llevaba escritos algunos bombardeos que iban a llevarse a cabo en Madrid y en Guernica. De pronto escuchó el ruido de las llaves y se escondió a toda prisa debajo de la mesa. Eran sus padres, que volvían del banco. 

–¡Papá, mamá! –los llamó–. Mirad lo que he encontrado.

—¡Te dijimos que no entrarás aquí, Pilar! —exclamó su padre, enfadado, mientras la niña señalaba las operaciones marcadas en rojo.

—Pero es que están destruyendo ciudades y pueblos, y eso no es justo. Mirad –tomó el mapa–: van a bombardear Madrid, nuestra ciudad. Tenemos amigos allí, la escuela, el Retiro, la parroquia, la tienda de caramelos... No podemos alojar a estos hombres. ¿Cómo podemos saber qué no nos van a bombardear a nosotros también?

—Hija, en Ávila estamos a salvo. Los alemanes nos están ayudando –le tranquilizó su madre.

En ese momento llamaron al timbre. Mariano observó por la mirilla; eran los coroneles. Acababan de terminar una misión aérea sobre Madrid. 

A partir de entonces Pilar los miraba con recelo. 

Tres años más tarde, los alemanes volvieron a su país para combatir. Había comenzado la Segunda Guerra Mundial. Nunca más supieron de ellos.