XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Los hermanos y el piano 

María Ripol, 16 años

Colegio La Vall (Bellaterra)

Irene acariciaba suavemente el rostro de su hermano menor, que no se podía dormir. Ella tenía que irse o volvería a llegar tarde al trabajo. Se despidió de su padre, viudo desde hacía unos años, y bajó las escaleras a toda prisa hasta el garaje. Arrancó el coche y condujo hasta el bar donde todas las noches tocaba el piano.

Apenas abrió la puerta, se encontró con su jefe, que le esperaba con gesto impaciente.

–Lo siento… –se disculpó Irene–. Martín otra vez… No podía…

–No quiero más excusas –de sus ojos brotaban llamaradas de ira–. No quiero volver a verte. Ni a ti ni a tu música.

Bajó la cabeza para esconder las lágrimas y echó a correr a los baños del bar. En su casa necesitaban aquel sueldo, y tocar el piano era su destino. Se agarró al lavabo y se miró al espejo. Por un momento despreció la vida y sus dificultades. 

Al salir, se fijó en el escenario, donde se encontraba el instrumento, y decidió sentarse a interpretar su última canción. Miró a su alrededor, solo quedaban un par de señores que apuraban sus copas. Se sentó en la butaca, puso los dedos sobre las teclas y comenzó a tocar. 

Al concluir la canción, escuchó cómo alguien aplaudía. Era un hombre que la miraba admirado. Aunque su jefe estaba en las cocinas, sabía que podía aparecer en cualquier momento, así que bajó corriendo del escenario con intención de marcharse. 

–Espere señorita. ¿Cómo se llama? –la asaltó el señor.

–Irene Ortiz. Pero ya no toco aquí –bajó la cabeza, avergonzada–. Me han despedido.

–Pues hoy es su día de suerte, señorita Ortiz. Hacía tiempo que no oía una interpretación tan buena. Por este motivo, me gustaría contratarla para la gala que se celebrará por mi cumpleaños –. Le ofreció una tarjeta donde se podía leer su nombre y un número de teléfono–. Si acepta, póngase en contacto con mi secretaria; ella le informará de todo.

Irene sonrió al tipo, que tras estrecharle la mano, abandonó el bar. 

Cuando llegó la noche de la fiesta, Irene remendó un viejo vestido y tomó las partituras que le había enviado la secretaria de aquel hombre.

–¿Dónde crees que vas? –le preguntó su padre.

–A trabajar. Volveré lo antes posible.

–De eso, ni hablar. Soy yo quien tiene que irse a trabajar. Quédate con Martín, que no se encuentra muy bien.

Llevar la contraria a su padre no era buena idea, así que Irene permaneció callada. Cuando su padre salió de casa, se sentó frente del teclado de su habitación y tocó una melodía que aprendió en su infancia.

–Tocas el piano tan bien como mamá –le dijo Martín, que se había levantado de la cama.

Irene le sonrió y le ordenó que volviera a acostarse.

–No, Irene. No te vas a perder esa oportunidad por mi culpa. Recoge tus cosas, que nos vamos.

Ella sabía que su padre se enfadaría, pero ver a su hermano tan convencido la animó pedirle que se vistiera. Unos minutos después, ambos tomaron un taxi.

El jardín de la mansión era inmenso, con un camino decorado con rosas blancas. Los invitados vestían prendas elegantes y bebían en copas de fino cristal. En medio de un salón, Irene movía los dedos por las teclas de un piano de cola blanco.

–Señorita Ortiz –le saludó el hombre que conoció en el bar–. Pensaba que ya no iba a venir.

Volvió a dejarla sola, e Irene tuvo la sensación de que a nadie le interesaba su música. Cuando acabó la última pieza del repertorio, miró alrededor confiada de recibir un aplauso, pero se levantó decepcionada y se dispuso a marcharse con su hermano. En ese momento, apareció Martín sonriente entre la multitud.

–Irene, enséñales algo tuyo; toca tu música.

Sin estar del todo convencida, volvió a sentarse, cerró los ojos y comenzó la melodía que compuso cuando enfermó  su madre. Su hermano se puso a su lado y unió sus manos para interpretarla a cuatro manos. Tal era la pasión que ponían, que podían ver a su madre entre el público, orgullosa de su trabajo. Cuando sonó la última nota, volvieron a comprobar que a nadie le había interesado. Pero, esta vez, a Irene no le importó, porque sabía que su hermano la admiraba, y que sus padres se sentían orgullosos de ella. 

Cuando la fiesta llegaba a su fin, se marchó con Martín cogido de la mano, pasando desapercibidos. Pero antes de llegar a la puerta de la casa, la detuvo una de las invitadas. Trabajaba en una discográfica y dijo estar interesada en su música. Irene vio que había llegado su oportunidad para reconstruir su carrera artística.