IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Luchar por lo que se desea

Laura Izquierdo, 15 años

                 Colegio Cardenal Spínola (Barcelona)  

Era temprano, aproximadamente las cinco de la mañana, y Pablo estaba despierto. Llevaba días sin descansar, pues apenas podía conciliar el sueño más de cinco horas seguidas. Estaba pasando por unos momentos duros: era un niño adoptado, no conocía a sus padres biológicos y tenía un hermano mayor que él del que le separaron al ser dado en adopción.

Hacía poco que Pablo conocía la verdad sobre su origen, que su familia no era de sangre, pese a lo cual los seguía queriendo. Pero se le había despertado la curiosidad de saber quiénes eran y dónde estaban los padres que lo trajeron al mundo.

Por otro lado, hacía dos meses que le habían detectado un cáncer. Con once años, no podía medir la gravedad de aquella enfermedad, por más que los médicos le dijeran que debía fortalecer su voluntad y luchar para superarlo. Pero seguía siendo un niño, y prefería jugar con sus coches, leer tebeos y, sobretodo, hacerse mayor.

Pablo estaba sometido a un tratamiento de quimioterapia. Tenía que acudir dos veces por semana al hospital. Soportó las primeras sesiones sin problemas, pero en las siguientes notó el cambio: se le empezaron a caer mechones de pelo, hasta el momento que su madre le pasó la maquinilla por la cabeza mientras ambos lloraban frente al espejo.

A medida que pasaban las semanas, su cuerpo estaba más débil y no podía conciliar el sueño. En el duermevela, deseaba que aquella pesadilla acabara pronto, porque era tan grande su sufrimiento físico y el dolor por el rechazo de algunos compañeros del colegio, que se sentía culpable de su enfermedad.

Pablo extrañaba acudir a la piscina, extrañaba volver a tener pelo, extrañaba estar sano...

Hubo algo que le ayudó a tirar hacia delante, considerar que estaba padeciendo una enfermedad de la que se habían librado sus padres adoptivos, sus compañeros, los profesores, la totalidad de la gente que conocía. De alguna forma, se dio cuenta de que podía volcar su sufrimiento en beneficio de todas aquellas personas a las que quería.

Cada vez que llegaban horas duras a causa del tratamiento, recordaba aquella determinación de darle un sentido al dolor, lo que le motivaba a sonreír e, incluso, a ser feliz.

Como sus días cada vez estaban más ligados al hospital, se familiarizó con los pacientes, médicos y enfermeros. Procuraba tener detalles con ellos: un día, sorprendía con una rosa a sus enfermeras; otro día, pasaba un rato jugando con los otros niños de la planta; una tarde subía a leer libros a los más mayores. Además, siempre llevaba con él era un abrazo: con eso lo expresaba todo.

Como Pablo quería seguir ayudando a los demás y se conocía el hospital de arriba abajo, decidió que si superaba el cáncer se haría médico.

El tiempo le dio la razón: venció a la enfermedad, terminó el colegio y acudió a la Facultad de Medicina. Lo demás, podéis imaginarlo: el destino le condujo a trabajar en aquel mismo hospital, en donde conoció a la que sería su mujer. Además de prestar sus mejores servicios médicos, continuó regalando la medicina de sus abrazos.