XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

Lucía y el niño

Ana Belén Rodríguez Alenza, 14 años

                 Colegio Pineda (Barcelona)    

No era un buen día para Lucía, una vez más. Últimamente parecía que las jornadas negativas se le iban amontonando sobre los hombros.

Intentó forzar una sonrisa, pero los músculos de su rostro se rebelaron ante aquel acto de falsedad.

«Bueno», pensó, «si no puedo sonreír, al menos trataré de no llorar».

Su padre, que caminaba junto a ella, apreció aquel gesto. Sabía que también lo hacía por él, para impedir que la tristeza se instalara definitivamente en su casa, como una tirana que no tuviera mejor ocupación que impedir que se recuperaran de la pérdida que acababan de sufrir. Lucía había aguantado con sonrisas que no reflejaban su preocupación, todo con tal de transmitir las últimas fuerzas a su madre. Pero ahora que la cirrosis la había vencido, lo hacía por él.

Cuando por la tarde volvió de hacer la compra —se había convertido en el ama de aquella casa—, encontró a su padre dormido en el sofá con un álbum de fotografías sobre el regazo. Lucía lo arropó y le besó la frente. Luego decidió salir a dar un paseo, para relajarse.

Sabía que en algún momento explotaría, pues todo iba de mal en peor: sus notas que no alzaban el vuelo, su padre que no estaba bien, la ausencia de su madre… Albergaba la esperanza de que todo se compensara con algo bueno, pero desconocía de qué manera podría suceder.

Absorta en sus pensamientos, no se dio cuenta de que un niño se había cruzado en su camino. Tropezaron.

—Perdóname… —se disculpó Lucía.

El pequeño la observó.

—No pasa nada, hoy es mi cumpleaños y mi abuela me ha dicho que tengo que ser muy bueno.

Lucía esbozó media sonrisa.

—Tu abuela tiene razón. Seguro que tus papás también te lo dicen…

El niño la miró confundido.

—No conozco a mis papás —. A Lucía se le heló la sonrisa. El niño se dio cuenta y soltó una risotada—. Pero no pasa nada, porque tengo a mi abuela.

Al instante el chaval le dio un abrazo apurado en una de sus piernas (era demasiado pequeño) y echó a correr hacia donde le aguardaba una anciana de semblante bondadoso.

Lucía le despidió con la mano. El niño ahora la miraba desde lejos, parpadeando muy rápido para que aquella chica que acababa de conocer no viera sus ganas de llorar.

«Tiene razón», pensó Lucía. «Reír siempre, a pesar de todo, pues el optimismo allana las dificultades».