XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

Mañana

María Irene García Navarro, 14 años

                 Colegio Monaita (Granada)    

—¡Dani!… Baja a cenar.

Daniel se separó los cascos de las orejas para oír a su madre por encima de la estridente música.

—¡Voy! –respondió de mala gana.

Se quitó los auriculares y se incorporó en la cama deshecha, en la que llevaba tumbado desde que llegó del colegio, a excepción de dos momentos, en los que fue al cuarto de baño y a la despensa —ventajas de dormir en el sótano—, pues la comida estaba en una habitación inmediata a su dormitorio. Tomó el teléfono móvil y, sin dejar de consultarlo, subió las escaleras tratando de quitarse de la cabeza la semana de exámenes que le esperaba.

Cenó con la cabeza baja, los ojos fijos en la pantalla, sin mediar palabra con su madre.

—Cariño, deja el móvil.

Dani no le respondió, aunque se lo guardó en el bolsillo.

Después del postre se puso en pie y salió de la cocina murmurando un buenas noches desapasionado. Su madre suspiró.

Cuando de nuevo bajó a su cuarto, dirigió una mirada a su mesa de estudio, donde se acumulaban sus deberes sin hacer. Frunció el ceño. Al día siguiente se los pediría a algún compañero; era tarde para ponerse con ellos. Se dejó caer sobre el colchón como un peso muerto. Entonces la conciencia comenzó a recriminarle… ¿Realmente se había hecho tarde para el estudio o había sido él quien, navegando por internet y curioseando las redes sociales, había conseguido que se hiciera tarde?

Cuando sus profesores le hablaban —repitiéndole hasta la saciedad el potencial que tenía— acerca de su inteligencia, les respondía siempre asintiendo, como si ya lo supiera, como si estuviera dispuesto a cambiar. Pero más tarde se reía de aquellas conversaciones, sin querer ser consciente de que era su futuro el que estaba en juego.

Pero… ¿era algo de lo que verdaderamente debería reírse? ¿Reírse de no tener fuerza de voluntad? ¿De no ser capaz de ponerse a hacer sus deberes?...

«¡Bah!»

Eso se decía cada noche. Pero, al menos, estudiaría un cuarto de hora para el examen del día siguiente, que todavía no se había molestado en mirar.

«Es igual, mañana lo haré», se dijo.

Dio la espalda a la mesa, como si de esta manera fuera capaz de dar la espalda a las obligaciones que, día tras día, se le acumulaban.