XIX Edición
Curso 2022 - 2023
Manola
Julia Montoro, 17 años
Colegio Stella Maris La Gavia (Madrid)
Manola lleva una semana en el tarro que antes contenía unas aceitunas “chupadedos”. Y no, no hay que llamar a la policía, porque no he metido a mi abuela en un bote. Manola es la masa madre que ha surgido de la fermentación de harina de centeno y agua, un ambiente paradisiaco para todos los microorganismos que habitan en mi cocina. Para que nos entendamos, las Maldivas de las bacterias.
Siempre me ha gustado andar entre fogones. Con delantal y manos embadurnadas en harina llevo caminando por casa desde que tengo uso de razón. En mis primeros años culinarios mi labor era bastante sencilla: separar las lentejas picadas de las enteras. Era una tarea sencilla, pero prefería dejar que mi “yo” de apenas un metro de altura se recreara en su importante deber.
Con los años y unos centímetros más, he abandonado el taburete que me permitía alcanzar la encimera, y he conseguido el beneplácito materno para compartir el monopolio culinario (bienvenida al mercantilismo, mamá).
Como Colón al llegar a América, inicié mi exploración. Superadas las recetas más asequibles, me encuentro en una fase de experimentación. Motivada por la pérdida de los sabores tradicionales y la prevalencia de los químicos entre los alimentos que consumimos, he decidido volver a los orígenes. Todos hemos escuchado que los tomates ya no saben a tomate, que la leche no tiene el mismo gusto que hace unos años. Así es, pues los campos han dejado de ser campos y se han convertido en laboratorios. Al verme incapaz de ir a protestar al Ministerio de Agricultura, lo más asequible es recrear algunos de esos sabores de los que mis padres y abuelos hablan y que, por desgracia, no he llegado a conocer.
Son sabores que no solo nos hablan de infancias lejanas, de épocas tan diferentes a la actual, sino que nos acercan a lo que una vez fue la vida. Vida de zapatos llenos de tierra, combas, rayuelas, paseos por el campo, y aroma a leña en combistión. Una vida sin prisas, de deleite y detenimiento, en la que las horas las marca un rugir de tripas cuando llaman a comer, y en la que nos quedamos un poquito más se puede traducir en una, dos, tres o cuatro horas.
Muchos jóvenes depositamos los deseos y más profundos anhelos en el futuro, en lo que está por venir, en la innovación, los cambios… pero si me dieran a escoger, me quedaría con la vida como era antes. Todo más sencillo. Todo más simple. Todo más real.
Hace mucho que no experimento el placer de dejar que las cosas “sean”, hace tiempo que no escapo del cautiverio del reloj. Nos mentimos a nosotros mismos: creemos vivir completamente libres, convencidos de que la esclavitud quedó abolida hace mucho tiempo, cuando el siglo XXI está plagado de pequeñas esclavitudes. ¿Acaso no dependemos de los móviles, de las redes sociales, de la apariencia, de lo urgente? Quien lo niegue, no hará más que alimentar su ilusión.
Así que he sustituido el pan precongelado y recalentado en hornos industriales, por otro de verdad, de los que pesan y aguantan tres días en la despensa. Un pan que requiere su tiempo, porque la paciencia es clave en el proceso. Es fácil dejarse llevar por la tentación, tras días sin observar progresos y ante un pestilente olor, de mandar a Manola a tomar viento fresco. Pero, justamente en eso está la clave, en que lo bueno siempre se hace esperar.
Hay que respetar los ritmos de la vida. Las levaduras necesitan su espacio para adaptarse al medio de cultivo. Una vez superada dicha fase, comenzará su proliferación. Y si un poco de agua y harina requieren toda esta parafernalia, qué será de todos nuestros problemas… Por eso no podemos pretender que las cosas se arreglen en un instante, ni que todo lo que necesitamos esté a un palmo de distancia. Y sino, que le pregunten a Manola.