XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

Más allá de la sangre

Arturo Martín Colino, 14 años

                 Colegio El Prado (Madrid)    

Me sentía solo; el cambio había sido demasiado grande. A fin de cuentas, ¿quién me hubiera dicho, a mí, que soy una entre las cientos de miles de personas de Daabad, que viajaría a Europa para ser acogido durante el verano por una familia española?

Me presento: soy Chioma. En mi idioma, este nombre significa “Regalo de Dios”, aunque alguien debió equivocarse al ponérmelo, ya que soy huérfano de nacimiento.

Cuando llegué a Madrid, mi “familia” me aguardaba en el aeropuerto. Carlos y Sofía, los padres, eran muy agradables, e intentaron que mi estancia resultara lo más grata posible. Pedro, el abuelo, merendaba conmigo cada tarde, y siempre me explicaba algo nuevo. A decir verdad, enseguida me encariñé con todos. Bueno, menos con Javier, el único hijo.

Aquel muchacho parecía detestar mi estancia en la casa, aunque no sé si me detestaba más a mí o al hecho de que tuviésemos que compartir habitación. A pesar de lo ingratos que resultaban sus insultos, decidí ignorarle, hasta que llegó aquella fatídica noche...

Nos encontrábamos en plena velada cuando Javier, con la desconsideración que le caracterizaba, comentó:

—Veo que has disfrutado de la cena, Chioma, como si nunca antes hubieses comido caliente. Se nota que has sido pobre toda tu vida.

Antes de que volviese a abrir la boca, le lancé una mirada asesina, aunque no desistió en el propósito de molestarme:

—No te sulfures, hermano.

Sin poder contener mi rabia, le reprendí:

—No me llames así; ni somos hermanos ni jamás lo seremos.

El silencio se apoderó del comedor.

—¿Por qué no habríais de serlo? —inquirió Pedro, el abuelo.

—¿Que por qué?... —me hice el sorprendido—. No compartimos sangre ni ninguna otra clase de relación ni…

—Ya basta —cortó—. La sangre no importa, ¿o acaso me diréis que un niño adoptado no es hijo de quienes lo adoptan?

—Palabrerías de viejo —le respondió Javier, y acto seguido abandonó la mesa.

Abatido, me dirigí a la terraza: el aire fresco siempre me ayuda a serenarme. Al poco tiempo, advertí un sollozo. Creí reconocer en él la voz de Javier, por lo que me acerqué lentamente al lugar de donde procedía. Efectivamente, era él. Le pregunté qué le pasaba. Con los ojos húmedos, me contestó desabrido:

—Tú… Tú, Chioma, eres lo que me pasa. Vaya donde vaya, caes mejor que yo a todo el mundo, incluso a mi propia familia. Temo que me acabes remplazando, que sea yo el extraño y tú el querido por todos.

—No digas tonterías —le dije tajante—. Nunca podría remplazarte. Ni quiero hacerlo. Tú eres tú y yo soy yo. Y somos hermanos. No de sangre. Pero lo somos, como dice tu abuelo.

Javier me miró con unos ojos distintos, como si de pronto lo entendiera.