IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Mi héroe rojiblanco

Paula Pernas, 14 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

Aquel anciano era mi abuelo, el mismo que cada viernes me esperaba a la salida del colegio con un bocata de Nocilla cuidadosamente envuelto en papel de aluminio, el mismo que cuando el Athletic metía un gol, me elevaba con los brazos por los aires de San Mamés, al tiempo que gritaba eufórico, el mismo que me enseñó a chutar un balón. Él era mi aitite, que es como llamamos por aquí, cariñosamente, a los abuelos.

Sus gafas descansaban sobre la mesilla de noche. Justo al lado, una cama grande ocupaba parte de la estancia. En ella se hallaba mi abuelo, con el rostro oculto tras los tubos. La habitación tenía dos ventanas; una daba a las dependencias del hospital, -edificios blancos con tejado rojo y un pequeño aparcamiento- y la otra mostraba un monte cubierto de pinares. En la cima había unos repetidores rojos y blancos, como los colores del Athletic, que para mi abuelo fueron una señal del Cielo.

Según me contó mi madre, aquella enfermedad se lo iba comiendo por dentro muy poco a poco, pasito a pasito. <<No te preocupes, hijo, que no sufre>>, me consolaba con frecuencia, y no había nada que me hiciera sospechar lo contrario.

Dos días por semana, al acabar las clases mi padre me venía a buscar y tomábamos el autobús 3521, que nos conducía a Santa Marina. Entonces me soltaba de su mano y yo corría por las escaleras, ansiando ver ese rostro tan familiar que me esperaba en el quinto piso.

El abuelo siempre me aguardaba con una sonrisa, y me hacía un hueco para que me sentara a su lado. Nos hacíamos reír, comentábamos las jugadas y partidos de nuestro equipo, nos contábamos lo que habíamos hecho… De vez en cuando una mueca de dolor asomaba a sus labios, pero inmediatamente dibujaba una sonrisa llena de dientes torcidos.

Pasaron algunos meses. Cada vez fui más consciente de que sus gestos eran cada vez más pausados y de que su voz iba perdiendo aquel acento que tanto le caracterizaba para convertirse en suave murmullo. Aún así, sus ojos se llenaban de chispas cuando me veía o cuando alguien le hablaba del Athletic.

Un día sorprendí a mi abuelo hablando con el médico, al que yo ya conocía. <<¿Seguro que quiere seguir con esto?, porque será duro>> le dijo el galeno. Entonces la voz de mi abuelo cobró una fuerza que hacía tiempo no tenía <<Hombre que si quiero… Usted me va a tener que soportar durante mucho tiempo, porque yo de aquí no me muevo hasta que el Athletic gané una final de copa>>.

Cuando el doctor se marchó y el silencio reinó de nuevo, entré en la habitación. Mi aitite sonreía como nunca. Pese a sus ojeras y a aquella horrible bata de la que le sobraba tela por todas partes, me pareció que estaba igual que todos los viernes, a pesar de que las muecas de dolor eran más marcadas y frecuentes que otras veces, pero su sonrisa siempre volvía.

Semanas después dejó de hablar. Cada vez que iba a verle me lo encontraba dormido. Yo le preguntaba a mi madre qué hacía el abuelo por las noches para tener tanto sueño, aunque como respuesta sólo encontré unos ojos llorosos.

Un mes después fuimos toda la familia a verle, pues el Athletic jugaba una final de la Copa del Rey. Vimos juntos el partido. Yo estaba sentada en el borde de la cama y le tenía tomada la mano. Entonces sucedió lo inesperado: el Athletic se hizo con aquel triunfo que mi abuelo ansiaba conseguir.

Cuando acabó el partido, bajamos al aparcamiento. Antes de subirme al coche caí en la cuenta de que me había dejado la mochila en el armario de la habitación. Cuando volví a subir, tomé la bolsa y estaba a punto de salir del cuarto, algo me detuvo. Me acerqué a mi aitite y le di un beso en la mejilla. Le vi tranquilo, en paz.