IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Mi nicho
Almudena Molina, 16 años

                 Colegio Senara (Madrid)  

Tenía poco más de dos años cuando mis padres empezaron a pagar mi seguro de decesos en la compañía Santa Lucía. Según me explicó mi madre, cuando me muera me van a enterrar en un nicho en el cementerio de la Almudena. Es decir, con apenas veinticuatro meses ya disponía de un lecho donde reposar en caso de una muerte imprevista. ¡Tan pequeña que era y ya habían pensado en mi fallecimiento!...

A mis padres no les había dado tiempo de preguntarme si es de mi agrado que mis restos se descompongan entre cuatro paredes. Y es que debo decir que no me alegra la idea de que me entierren en un nicho, apretujada en un espacio tan reducido. Pensar que mis restos mortales se van quedar en un muro, me agobia. Yo quiero descansar con las piernas estiradas (con mayor motivo, si debo esperar a que llegue el Juicio Final), tocando suelo firme y no cemento.

Sé que no sirve de nada pensar en las comodidades de mi tumba, ya que para entonces, estaré muerta y no seré consciente del lugar ni del espacio, pero me asombra que con tan solo dos años a mis padres les preocupara mi muerte. Aunque bien pensado, nunca he entendido por qué huimos de ella si siempre termina por alcanzarnos. Es verdad que morir es algo desconocido, pero eso no quiere decir que tenga que ser una mala experiencia.

La muerte, como nacer, es el gran hecho de nuestra vida. No debemos vivir como si nunca fuera a ocurrirnos, ni permanecer en un continuo temor ante su llegada. Es conveniente reflexionar sobre ella, pues necesariamente se trata de un acontecimiento que nos cambiará.