XIX Edición
Curso 2022 - 2023
No sabéis perderme bien
Alejandro Indalecio Domínguez, 14 años
Colegio Tabladilla (Sevilla)
El frío y la humedad empañaban los cristales de una triste habitación. Había manchas de pena y un vaho fúnebre, pues Javier yacía apenas con vida.
Hacía tiempo que la parca llamaba a su puerta, insistiendo con sus secos nudillos, asomándose con una mirada siniestra por cada ventana. Cada día era peor que el anterior.
Fueron meses de acoso, hasta que encontró la puerta abierta y buscó al anciano, para cubrirle con su fúnebre crespón. Para algunos allegados, la muerte lo había conseguido: <<¿Qué queda de vida en un hombre que ha perdido su conciencia?>>. Mas aquellos que esa noche velaban al anciano, mantenían un atisbo de esperanza.
El hijo mayor de Javier carraspeó para romper el silencio, antes de hablar con una voz ronca y golpeada por el dolor:
—Los médicos dicen que fue por la edad, pero no les creo. Mi padre está moribundo a causa de tantos disgustos.
—Vamos, Gabriel, nadie ha podido evitarlo —le consoló su madre.
—Yo, ni siquiera sé qué hago aquí —manifestó el hijo menor mientras encendía un cigarrillo con cierta indiferencia.
Gabriel, irritado, se volvió hacia su hermano y le recriminó:
—Ni siquiera en estos momentos dejas de ser el trozo de basura de siempre.
—¿De repente te importa lo que hago, Gabriel? —respondiéndole a aquel insulto,
lo miró incrédulo mientras apretaba los puños—. Debo de estar soñando.
—Sí que me importas, Javi, aunque no lo creas, como le importabas a papá, aunque tampoco seas capaz de comprenderlo —le respondió, quitándole el cigarro de la boca.
—No creas que no tuve un motivo para largarme —Javi guardó un repentino silencio, como si necesitara cavilar lo que estaba a punto de decir—. Y deja de hablar de papá como si estuviese con nosotros.
Entonces Gabriel se puso en pie y lo miró con ojos desencajados.
—¡No está muerto!
Javi se revolvió, dejando escapar su furia.
—¿Cuánto tiempo llevamos así, Gabriel? ¿De verdad crees que se puede aguantar en este estado? —se le formaron dos lágrimas que engordaron lentamente, como con miedo a caer.
—Si llevamos tanto tiempo, es por tu culpa. Lo que no le ha hecho la edad se lo hiciste tú.
Se miraron sin soltar palabra. Por fin Javi derramó aquellas lágrimas. El joven mantuvo una momentánea expresión de dolor antes de enfurecerse por completo y dirigirse a la puerta de la habitación.
—Gabriel no quería haberte dicho eso —su madre trató de interponerse en su camino. Sin poder impedirlo, ella soltó un sollozo.
Javi le dio una patada a una papelera. Gabriel, arrepentido, también quiso detenerlo.
—¡No voy a volver nunca más! —Javi abrió la puerta. —¡Nunca!
La lámpara se apagó de sopetón y ante la oscuridad repentina cada cual se quedó inmóvil. Se abrió una doble ventana, por la que se coló el silbido del viento. Entonces escucharon una voz conocida. La madre se estremeció y sus hijos, atónitos, no fueron capaces de decir nada.
—¿Cómo os voy a dejar, si no sabéis perderme bien?