XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

Nunca Jamás 

Juan Pedro Delgado de Olmedo, 17 años

Colegio Tabladilla (Sevilla)

La anciana levantó el visillo con una mano y observó a través de la ventana. El jardín estaba a oscuras y se adivinaban los primeros brillos de la escharcha. El cielo, sin embargo, se había encendido en miles de estrellas, aunque las más lejanas confundían su luz con el fulgor de la gran ciudad. Se fijó en los árboles caducos: sus hojas muertas se desprendían a cada golpe de viento.

Posó sus ojos azules de pupilas gastadas en los tejados de enfrente, que tenían escotillas en la buhardilla parecidas a las que hubo en la casa de sus padres.

<<La casa…>>, suspiró.

La derrumbó un proyectil durante uno de los bombardeos sobre Londres.

De pronto, puso la atención en su propio reflejo y se sorprendió al verse tan mayor, tan distinta a la adolescente que, en otro rincón de la ciudad, se asomaba por las noches a los ventanucos del bajo techo por si sorprendía al muchacho de las calzas y el puñal en el cinturón.

Llevaba décadas sin verlo, pero su memoria se pobló con el nostálgico recuerdo de las aventuras que vivió con él y junto a sus hermanos y los niños de Nunca Jamás. Durante la niñez gozaban de la libertad incalculable que suministra la infancia, carente de grandes preocupaciones, con un limitado conocimiento de la vida que permite juzgar las cosas desde una óptica simple pero certera.

En su sencillez, aquellos niños eran capaces de cualquier cosa, hasta de derrotar al mismísimo capitán Garfio. Supieron reconocer los errores, pedir perdón por ellos y luchar por enmendarlos. También supieron divertirse todos juntos, no abandonar los unos a los otros a pesar de las adversidades. A diferencia de los piratas, que cuando huelen el peligro huyen como las ratas, sin mirar a atrás y sin pizca de remordimiento, pues como muchos adultos solo piensan en ellos mismos. 

Con el paso de los años, Wendy y sus hermanos sufrieron las consecuencias inexorables del paso del tiempo, y se hicieron mayores al ritmo que marcaban los tic-tac de los relojes de Hook. De primeras, crecer les pareció algo bueno y natural, y aceptaron la madurez que les llegaba, de manera gradual, hasta que se convirtieron en flemáticas personas mayores. Entonces les afloraron multitud de preocupaciones, la vida se hizo compleja y el pasado se quedó tan distante que borró a aquel niño que se sentaba sobre las nubes. 

Cuando daba un paseo, la anciana observaba a los niños en el parque y una sensación de regocijo le llenaba el corazón, como si reviviera antiguos momentos que traían el eco de aquellas palabras que Peter gustaba decir: <<La niñez es la mejor etapa de la vida. Por eso, en Nunca Jamás siempre seremos niños>>. Pero Wendy sacudía la cabeza para espantar el eco de aquella voz, ya que le dolían las épocas perdidas. 

Dejó de darse cuenta de que ser niño no supone estar encerrado en un cuerpo diminuto, sino tener un corazón limpio, capaz de asombrarse y disfrutar las cosas pequeñas, sin poner límites a la hora de mostrar los sentimientos. <<¿Estás enfadado? Pues que se note. ¿Estás triste? Pues llora. Y no le des la espalda a tus seres queridos, que solo quieren lo mejor para ti>>, le parecía escuchar a Peter.

Volvió al presente, asustándose de su propio reflejo: una anciana de canas plateadas y arrugas abundantes. Había llegado el amanecer. Los primeros rayos incidieron en sus ojos lapislázulis. Cerró los párpados en una larga ensoñación, un deseo de que todo volviera a regirse por las leyes de Nunca Jamás.