XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

Pasado

Isabel Ros, 16 años

                Colegio Senara (Madrid)    

La tomé en mis brazos y me dirigí con rapidez a la cabaña. La tumbé delicadamente en el camastro y me dispuse a hervir agua. Con una toalla le limpié la cara y el cuerpo, y pude contar tres heridas y varios rasguños, así como un par de moratones y un tobillo torcido. Ella seguía inconsciente, por lo que, con cuidado, empecé a curarla. Cuando por fin abrió los ojos, en su cara vi reflejado el dolor que sentía. Respiró hondo un par de veces y volvió a cerrar los ojos, pero sé que no se durmió. Le di un poco de ron, para que el dolor fuera más leve, y proseguí mi faena.

A la mañana siguiente, cuando aún no había salido el sol y yo ya estaba vestido, desayunando frente a la ventana, oí un ruido tenue. Mi instinto de cazador se despertó de inmediato, y me puse al acecho. La vi descorrer la cortina que separaba su cama del resto de la estancia y la miré mientras se acercaba, vacilante, hasta la mesa. Llevaba una de mis camisas a modo de vestido, y el pelo rubio le caía desordenadamente sobre los hombros. La palidez de su rostro contrastaba vivamente con sus ojeras azuladas y tenía la cara llena de rasguños. Sin embargo, su aspecto era mejor que el del día anterior, cuando la recogí al borde del camino, herida e inconsciente, sola e indefensa.

Se sentó a mi lado y se sirvió café. Después de dar un largo sorbo, depositó la taza en la mesa y me miró a los ojos. Noté cómo me analizaba. Sin embargo, su gesto inquisitivo no me molestó. La entendía, por supuesto: necesitaba estar segura de que yo no era su enemigo. Aguanté su mirada cuanto pude, hasta que sus ojos marrones se volvieron demasiado penetrantes; entonces aparté la vista.

—¿Quién eres? —su voz tembló al formular la pregunta, pero fingí no haberlo notado.

—Santiago, Santiago Roca. Vivía en Barcelona hasta poco después de que empezara la guerra. Huí, pues no quería luchar, y llevo en el monte desde entonces —volví a sonreírle. Había dicho la verdad, y no sabía qué hacer si eso no le bastaba.

—Yo soy Anna Ferrer. Mis padres son de Gerona y he vivido allí toda mi vida —me miró y aclaró—: Tengo diecisiete años. Estaba de vacaciones en la Cerdaña cuando estalló el conflicto. Mi padre y mis dos hermanos mayores se decidieron alistarse y yo me volví a casa con mi madre y mis hermanas. En Gerona las cosas iban tan mal que mi madre buscó la forma de escapar, aunque sólo consiguió pasaportes para mis hermanas y para ella ella. Logré convencerla de que se fuera y empecé a idear cómo pasarme al bando nacional. Hace un semana y media salí hacia la montaña. Lo que ocurrió ayer fue fruto del cansancio; me costaba andar y di un paso en falso, lo que me hizo caer por el terraplén. Quiso la mala suerte que me oyeran unos soldados que estaban apostados en un mirador cercano. Me dispararon sin mirar siquiera y, dándome por muerta, pues casi lo estaba, no bajaron a hacer averiguaciones. Fue entonces cuando me encontraste tú; o eso creo.

Nos quedamos largo rato en silencio, sopesando sus palabras y decidiendo interiormente qué hacer. ¿Deberíamos confiar el uno en el otro? ¿Habría dicho la verdad o no?... Yo apenas tenía veinte años, mi aspecto era para pegarse un susto muy grande, y me había vuelto casi un animal en los últimos meses. Por el contrario, ella tenía apariencia frágil, era pequeña y muy bonita. Al cabo de un rato, me preguntó:

—Entonces, ¿estamos juntos en esto? —su rostro dejaba entrever la ansiedad que sufría, el miedo, la dureza de su situación y la necesidad de agarrarse a algo fuerte.

—Sí.

Lo cierto es que yo también estaba muy tenso, y necesitaba a alguien a mi lado para no volverme loco.

De sus ojos cayeron dos lágrimas y la esperanza afloró a su rostro. Se levantó y se acercó. Me dio un abrazo, y pude sentir todos sus huesos. La abracé yo también, temiendo que su fragilidad la hiciera desvanecerse. Ignoro cuándo tiempo permanecimos así; solo sé que dejé aflorar mi pena y noté sus lágrimas y su impotencia, tan infinita como la mía.

***

La voz del anciano se fue apagando lentamente, mientras se entregaba a los recuerdos.

—Sigue, por favor —los cuatro niños le suplicaron desde el suelo, deseosos de saber cómo continuaba la historia de amor de sus abuelos y las aventuras épicas que, en su mente infantil, se aparecían con el máximo realismo.

Sin embargo, el hombre, estaba muy lejos de allí, en una cabaña escondida en el bosque, con una adolescente temblorosa, prometiéndose a sí mismo salvarla aunque tuviera que dar su vida a cambio.