XII Edición
Curso 2015 - 2016
¿Qué belleza salvará
al mundo?
Teresa Olmedo, 16 años
Colegio Orvalle (Madrid)
«¿Qué belleza salvará al mundo?». Dostoievski sabía lo que se preguntaba.
Estás en una calle ancha, llena de gente que corre en todas direcciones. No sabes hacia dónde se dirigen, no hay nadie que se detenga a mirar, todos siguen su propio camino. En cambio tú te paras y observas: a tu izquierda ves personas que se empujan. Algunos hablan por teléfono y a través de los cristales de la biblioteca que hay al fondo de la calle, descubres jóvenes que estudian, sumergidos en un mundo de números y complicadas operaciones matemáticas. Otros leen tranquilamente el periódico sentados en los bancos del parque, porque quieren saber qué ocurre en el planeta, pero en cuanto terminen lo cerrarán y se olvidarán de todos esos problemas hasta la mañana siguiente, cuando compren uno nuevo con noticias frescas. Lo que leen les parece rutinario: en un país lejano, de gente desconocida, ha habido un terremoto que ha acabado con la vida de miles de personas. En otro no más cercano, la guerra continúa, llevándose cada día la vida de cientos de civiles, pero eso no les impide seguir su camino.
Si miras a tu derecha, ves a un hombre sentado sobre un cartón. Su cara está demacrada por el cansancio, lleva días sin pegar ojo, y también está sucia, pues desde hace mucho no se ha dado una ducha. Le duele que la gente que pasa no repare en él. La mayoría ni siquiera se detiene a leer el cartel situado a sus pies, que reza que es ciego y que le han echado del trabajo. No tiene casa, ni cama, ni muda de ropa. Solo pide un poco de dinero con el que comprarse algo para comer.
Más allá hay un niño que llora. No tendrá más de cuatro años. Lleva un cuarto de hora sollozando y gritando un «mamá» desconsolado.
En el interior de la casa que hay a unos metros de distancia vive un chico. Nada más levantarse encendió el ordenador sobre el que teclea desde entonces. Según lo que le anuncia la pantalla, tiene más de cincuenta mil amigos, pero hace más de tres meses que no sale para tomarse algo con la pandilla.
En un lateral de la calle, en un pequeño parque, un anciano está solo dando de comer a los pájaros. Son su única compañía, porque ya no es ni la mitad de lo que fue. Ahora es lento y su familia lo ha abandonado en una residencia. Creen que ahí va a estar mejor cuidado. Y lo está. Eso sí, hace tiempo que no van a visitarle y él, aunque no lo exprese en voz alta, les echa de menos.
Te contaron que, si te empeñas, es muy fácil ser infeliz. También ser feliz lo es. Solo tienes que aprender a observar.
Ahora vuelve a mirar la calle. Todo sigue igual. Pero esta vez observa a ese hombre que acaba de cerrar el periódico. Tiene el ceño fruncido por la pena. «¿Qué puedo hacer ante lo que sucede tan lejos?». Un llanto le saca de sus pensamientos: un niño se ha perdido y llama con desesperación a su madre. El hombre se le acerca, empieza a hablarle y el niño deja de llorar. Buscan entre los dos, hasta que localizan entre la multitud a una mujer muy pálida, viva imagen de la angustia. El niño y la madre se abrazan con fuerza.
Esta vez miras el interior de la casa. El muchacho de quince años sigue frente a la pantalla del ordenador. Se enciende una luz en su móvil, lo coge y habla con alguien. Luego apaga el ordenador, se pone una sudadera y sale a la calle. Tiene la pierna vendada y camina con muletas. Unos chicos de su edad se le acercan y le hacen los típicos saludos graciosos y complicados, tan comunes entre adolescentes. Le dicen que ya era hora de que el médico le dejara salir a la calle.
Giras la cabeza un poco a la derecha y ves que el anciano del banco se levanta y se aproxima al hombre del cartón. Entablan conversación. El ciego se ríe —algo que llevaba mucho tiempo sin hacer— y el anciano se siente útil —por primera vez en mucho tiempo—.
Sonríes. Ya puedes responder a la pregunta que se hizo una vez el afamado escritor ruso. La belleza que salvará al mundo es la felicidad que se encierra en los pequeños gestos de cada día.