IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

¡Qué engañado estaba!

Araceli Sagarra, 12 años

                  Colegio Alcazarén (Valladolid)  

Se despertó inquieto. Sabía que había llegado el día, aunque había llegado pronto, inesperadamente, casi sin avisar. Aquello no era justo.

Arrastrando los pies, despacito, se puso las zapatillas, saltó de la cama y se dirigió a la cocina. Desayunó una taza de leche, un par de tostadas y un donut. Se fue al cuarto de baño, cogió su cepillo y se lavó los dientes con desgana. Cuando oyó que le llamaban, fue hasta su cuarto y le embutieron en un extraño uniforme azul marino, con polo blanco y pantalones cortos. Después le llevaron hasta su presencia un par de zapatos nuevos, del color garzo. Finalmente, y con una sonrisa triunfal, le dieron una pequeña cartera para llevar a la espalda, llena de pañuelos, ropa de recambio, pinturas a la cera y galletas para el almuerzo.

Caminaba por la calle de la mano de su madre. Su angustia comenzó cuando empezó a mirar a un lado y a otro, al descubrir más niños como él, en su misma situación, que lanzaban miradas de recelo. Se puso nervioso, ¿y si aquel lugar no era como decían?...

Empezó a caerle un torrente de lágrimas mientras se acercaban al edificio, que se le antojó siniestro. Cuando iban a cruzar la puerta, se rebeló. No permitiría tal encierro sin luchar… Tiró la mochila, se despanzurró contra el suelo, se aferró a las piernas de su madre con gesto suplicante, lloró, gritó, pataleó… Se revolvía como un jabato, aspeaba los brazos al tiempo que aquella señora con bata blanca tiraba de él. Miró furibundo a los adultos y los niños más mayores, que se reían sin una pizca de comprensión.

Por fin, después de un forcejeo desigual, le metieron dentro de esa jaula para niños. La guardiana le miraba con una sonrisa. Él intentaba reprimir los sollozos. Cuando miró a su alrededor se dio cuenta de que había más niños desconsolados como él, repartidos por las mesas, sin hacer caso a los cuentos ni a los juguetes de las estanterías. La carcelera, que hasta entonces había permanecido sentada en su trono, se levantó y empezó a descolgar babis de las perchas. Él observó como el suyo, que hasta entonces había estado muy planchadito, se arrugaba bajo las garras de aquella arpía que se le acercó y le mostró la prenda, dejándola en sus manos junto con el mandato de vestirlo.

Se lo puso, por miedo a las represalias. Al ver que su compañero tenía problemas con los botones, le ayudó. Aquel niño, en signo de agradecimiento, le dio un abrazo.

Les mandaron salir al patio, donde podían jugar y comer sus almuerzos. Cuando terminó las galletas, se fue a explorar. Unos niños algo mayores le cogieron de las manos y, contra su voluntad, le introdujeron en un corro que giraba y giraba. Como no quería permanecer en aquel revoltijo, se tomó la justicia por su mano y le pegó al niño que tenía más cerca. Bien fuerte, además, para que aprendiesen qué es el respeto.

Vino la profesora a toda prisa y, agarrándole de la mano, se lo llevó a una esquina, en donde le colocó de cara a la pared, arengándole con que pegar a los demás está fatal, que era un niño malo. Al verse insultado de aquella manera lloró, lloró y lloró hasta que, una vez acabado el patio, volvieron a clase.

Allí, la profesora insistió con que en el colegio no se puede pegar… (un niño se estaba sacando un moco), que había que obedecer a las profesoras… (una niña se había dormido) y que cuando quisieran ir al baño, se lo tenían que pedir. Esas últimas palabras le recordaron su necesidad de hacer pis, pero, ¿sería un lugar seguro?... Decidió aguantarse. Sin embargo, a los veinte minutos se mojó el pantalón y un charquito delator le convirtió en el centro de todas las miradas. Agachó la cabeza, y compungido, pensó en su orinal del patito. Una vez con otros pantalones, reanudó su dibujo sin levantar la cabeza ni una sola vez.

De pronto, el timbre salvador –sonaba como un ¡rompan filas!- anunció el final de una jornada agotadora. Recogieron y guardar los dibujos, les colocaron en fila y la profesora al fin abrió la puerta.

Cuando vio a su madre, se abalanzó sobre ella. Sintió el gozo de ser liberado. Todo lo que había sufrido ya no era importante porque ella le había devuelto la alegría.

Esperaba no tener que volver a aquel sitio nunca más.

¡Que engañado estaba!