XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

Rosa de sangre

Emma Roshan, 15 años

                  Colegio Iale (Valencia)    

Murió en la madrugada del 10 de octubre de 1884.

Alguien le empujó, después de acuchillarlo, a las vías en una estación de tren, en París. A uno y otro lado, los ferrocarriles de mercancías parecían aletargadas serpientes.

Un testigo aseguró haber visto una figura vestida de negro, que se quitó unos guantes con los que había empuñado el cuchillo después de trepar a una locomotora, para tirar aquellos tres objetos en el interior de la chimenea. Después –según la versión del testigo-, bajó al andén y, tras observar el cuerpo de su víctima, sacó una rosa del interior de su chaqueta y la depositó sobre el pecho del cadáver antes de desaparecer por una de las puertas laterales del edificio.

Se armó un gran revuelo cuando, horas después, un viajero descubrió el cadáver. Un cuchillo ensangrentado y un par de guantes salieron disparados de la chimenea de un tren cuando lo pusieron en marcha. Pero nadie sospechó del hombre que fumaba tranquilamente su pipa entre los curiosos. Tampoco nadie se molestó en retirar la rosa del pecho del muerto, pues el aire que levantó el tren fue suficiente para que echara a volar hasta caer, casualmente, sobre el sombrero del asesino. Él, que no era hombre supersticioso, lo consideró una coincidencia, aunque arrojó la flor a un cubo de la basura.

Hasta que la policía dio con la identidad del asesino, este se convirtió en uno de los hombres más buscados de la ciudad. Pero lejos de estar asustado, salía a pasear con la mitad de su rostro envuelto con una bufanda de color oscuro.

Cinco días después del crimen, mientras caminaba por un concurrido bulevar, se detuvo en un puesto. Se dispuso a comprar un bonito lirio, cuando un traqueteo parecido al de un ferrocarril sonó a su espalda. Asustado, se volvió, para encontrarse que no había más que viandantes. Entonces, al girarse de nuevo hacia el vendedor de flores, reparó en que todas se habían vuelto débiles y marchitas, y que solo las rosas de color rojo lucían en todo su esplendor.

Horrorizado, echó a correr hasta un callejón, en el que se detuvo para recuperar el aliento. A pesar de que no fue capaz de calmarse del todo, se dirigió al paso del tren que separaba el barrio donde se encontraba su casa, del resto de París.

Miró a ambos lados, por si divisaba alguna locomotora en la distancia.

—Nada –se dijo.

Al cruzar no reparó en el susurro del viento que levantaba un largo convoy, ni en el sonido de la bocina que clamaba su atención.

Un golpe y el ruido de sus huesos al quebrarse.

El revisor bajó del vagón en cuanto se detuvo el tren y observó el cuerpo sin vida del hombre. No llamó a la policía ni subió para calmar a los pasajeros. Se acercó al cadáver desmadejado y posó una rosa de color rojo escarlata, recién cortada, encima de su camisa ensangrentada.