IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Se puede hablar sin decir nada y convencer

Irene Muñoz Manchado, 16 años

                  Escuela Zalima (Córdoba)  

Ya son las doce en punto de la mañana y aún sigo en esta maldita cola del quiosco del parque. No paro de mirar el reloj. Se me hace tarde y mi pierna no para de moverse debido a los nervios...

No paro de pensar en la oficina. En diez minutos debo estar allí para recibir a esos comerciales tan importantes. Sin embargo, antes tengo que comprar el periódico y tomarme un café.

María se reía a carcajadas de mis estúpidas manías que tanto le desesperaban. Quizás por eso la perdí, porque ella no logró acostumbrarse a mi forma de ser y yo no pude adaptarme a la suya. Parece mentira que siga pensando en ella después de dos años...

He estado muy ocupado. El tiempo ha volado, pero no hay nada que merezca la pena resaltar.

Los minutos pasan lentos. Vuelvo a mirar el reloj. Tiene gracia; lo primero que me viene a la cabeza es el conejo del libro “Alicia en el país de las maravillas”. No sé a qué viene pensar en esta tontería ahora mismo, puede que me traicione el subconsciente o que la culpa la tenga el niño rubio que está justo de delante de mí.

Yo, de pequeño, odiaba a ese conejo y su reloj. Odiaba todo lo que mi madre intentaba explicarme sobre el paso del tiempo. Pero ahora lo entiendo y agradezco que me enseñara a valorarlo. Aunque, ¿realmente aprecio el tiempo?

No importa. Compro el periódico y me dirijo a la cafetería de la esquina. Tengo prisa, mucha prisa…

El centro de la ciudad está repleto de gente. Se acercan las vacaciones. Barcelona rebosa turistas. Mientras unos niños deciden lo que van a tomar, decido echar un vistazo.

***

En ese momento la vi. Cómo olvidarlo. Ella leía un libro. Parecía una chica corriente. O quizás no. Había algo en ella que la hizo especial. Me fascinó su color de pelo. ¿Gris?... No, no; no tenía el cabello gris. ¿Castaño?... Rubio quizás. Su manera de vestir y la tranquilidad que transmitía.

Levantó la mirada. Parecía como si quisiera hablar conmigo, pero ni siquiera movió los labios. ¿Qué significó aquel cruce de miradas?

-Un descafeinado para llevar... No, póngamelo para tomar aquí.

Al mismo tiempo que buscaba un sitio desde donde observarla, ella retiró su mochila de cuero de la única silla libre que quedaba en el local. Lo tomé como una señal y me senté junto a ella. Cerró el libro y se limitó a mirarme.

Mi móvil comenzó a vibrar. Me dio igual. Estaba hablando con ella; bueno, con ella no, con su mirada, que pedía que le hablara de mí, de mi vida.

Recordé una frase que leí en una novela: “Se puede hablar sin decir nada y convencer". Ahora la entendía, porque no hizo falta ninguna palabra.

Las palabras pueden herir, hacer daño, alejar a personas. Sin embargo, nuestra singular manera de comunicarnos nos acercaba.

Se llamaba Carlota. Aquella mañana me confesó sus inquietudes, sus sueños, sus ideales…, sin pronunciar palabras. Todo lo decían sus ojos.